VIOLENCIA


SEMBRANDO LA MUERTE


I

A medida que la civilización de los grandes acorazados y de los enormes ejércitos va ganando al mundo, y a medida también que las luchas sociales se enconan por la exacerbación del antagonismo, cada vez mayor, de los intereses, parece como si camináramos más deprisa a una barbarie no igualada en tiempo alguno. La violencia se enseñorea de todos los pueblos. Una violencia de crueldades inauditas, de bestiales atrocidades que jamás ha registrado la historia, caracteriza eso que pomposamente llamamos civilización.

Los mismos hombres que en sus desahogos literarios o políticos abominan de la barbarie primitiva, que pintan con negros colores el salvajismo y la crueldad de nuestros antepasados, son los que en su calidad de conductores de pueblos estatuyen la violencia y encarrilan al mundo hacia la más despiadada destrucción del hombre por el hombre. Todo lo que es organización política y financiera todo lo que es preparación patriótica, exaltación de la nacionalidad o del poder público, parece hecho en vista de fines de bandidaje más que con el propósito de armonizar los intereses contrapuestos de la comunidad. La subordinación primero, la destrucción después; no hay otra finalidad. Es una fuerza ciega actuando ciegamente por el aniquilamiento total.

Los más recalcitrantes conservadores extreman brutalmente las represiones. Los más dulzainos liberales acuden a la zancadilla y echan el lazo suavemente para que caigan los incautos y se enreden los avisados. Y aún hay gentes Que se dicen al servicio de la revolución y del porvenir que aguzan también el ingenio para ir dispersando y extinguiendo esa gran fuerza que representan las clases trabajadoras, hoy en pie de guerra contra todas las barbaries gubernamentales frente a todas las sevicias del capitalismo triunfante.

Los Estados del mundo civilizado van dejando tras sí un reguero de sangre. Se persigue, se acorrala, se encarcela, se mata sin compasión, sin dolor. Se siembra la muerte fríamente, por cálculo. La palabra humanidad en los labios, en el corazón odio feroz al hombre. A la mayor gloria de un puñado de afortunados, es preciso aplastar a la multitud que se encrespa y se rebela Y a esto se encamina sin miramientos, sin debilidades humanistas, sin jerigonzas de moralidad. La salvación del privilegio por encima de todo.

No bastaban las atrocidades de Rusia autócrata, las cafradas republicanas de la Argentina, las tropelías de la casi socialista Francia... Un pueblo recién ganado para los mamotretos de acero y para los rebaños de hombres que se dejan matar por una futileza patriotera, nos ha tomado también como espejo en lo político y ha segado las cabezas de unos cuantos compañeros, luchadores por un ideal de justicia y de dicha para todos. El Japón se ha colocado de un golpe a la cabeza de los pueblos más civilizados entre los civilizados.

Y así se lucha y así se vence. Una locura de matanza innecesaria recorre el mundo. Es la filosofía del aniquilamiento entronizado con el poder y con la riqueza. Es el delirio del miedo arrastrándose a lo desconocido.

Se dirá que se conspira, que se trama en la sombra la destrucción, que vivimos sobre un volcán a punto de estallar; se dirá eso y más; pero todo ello no será sino el motivo legal, el pretexto justificativo de tragedias escritas en los centros policíacos, de tramas urdidas en la altura para desembarazarse de enemigos que laboran al descubierto, demasiado al descubierto cuando tan fácilmente caen en la red. Pero aun cuando se conspirara, aun cuando hay quien labore en la sombra, ¿a dónde vamos con esta matanza continua, con este desmoche de hombres que oscurece toda noción de humanidad y nos torna turba insolidaria de cafres enfurecidos?

La rebeldía no será aniquilada por ello; la ola revolucionaria no por ello será detenida; la avalancha proletaria es demasiado pujante para ponerla diques, aunque estos diques sean de desolación y de muerte.

Perseguidos y acorralados andan por el mundo millares de obreros; encarcelados y bien encarcelados están millares de trabajadores; muertos y bien muertos por la vindicta pública hay para todo un martirologio.

Y no obstante, es cada vez mayor, incontrastable la fuerza y el empuje de las ideas nuevas. Labor inútil la obra de la crueldad y del ciego interés. Ha puesto en el camino del proletariado un calvario y el proletariado no dejará que se le crucifique. Rebasará la montaña y realizará su sueño fecundo de fecunda y nueva vida.

A los sembradores de la muerte, a los que aniquilan por cálculo y por egoísmo acaso los envuelva la ola de su vesania,

A los sembradores de la muerte, a los que aniquilan por cálculo y por egoísmo acaso los envuelva la ola de su vesania, de su barbarie, Maestros de maestros en el arte de destruir, están empujando a las multitudes hacia una terrible hecatombe. Ellos lanzan el mundo hacia lo desconocido, Hagamos nosotros, superándonos como hombres, que la vida nueva borre cuanto antes este rastro de sangre que la civilización, para su vilipendio y execración está dejando en la historia de la humanidad.

Y como ayer, como hoy y como siempre, luchemos cuando los nuestros caen a derecha e izquierda; luchemos con la serenidad y con el valor que dan la justicia de una noble y grande aspiración.

(“ACCIÓN LIBERTARIA”, núm. 12. Gijón, 3 febrero 1911.)






VOCES EN EL DESIERTO


Si nosotros, libertarios, tuviéramos la desdichada ocurrencia de hacer un llamamiento al buen sentido, es seguro que hasta nuestros propios amigos tendrían pronta la despectiva sonrisa que así implica burlas como menosprecio.

Estamos todos calcados en las rutinas que imponen moldes mentales y verbalismos consagrados. Apenas es permitido pensar y hablar fuera de los carriles que fija el programa político, la escuela filosófica, el idealismo social, a veces la vulgaridad disparatada que forja modas intelectuales y dicta el discurso, previamente preparado y adobado.

¿Salirse de lo corriente? Gran delito para los tartufos reaccionarios; gran dislate para los energúmenos radicales. Hay formas inmutables que es preciso acatar en público, pero a reserva de todas las burlas privadas.

Cada hombre es por fuera una cosa, por dentro otra. Pocos, muy pocos, osan mostrarse tal como son.

Suelen alardear de honestidad, de decencia, de honra, muchos andan enfangados en la vileza y en el crimen. Suelen ponderar arrestos patibularios muchos que son incapaces de matar a una mosca. Y hay también quienes a pesar de los dictados de la razón, prisioneros de uno o de otro convencionalismo, ahogan la voz de la rectitud y déjanse llevar por el cauce pestilente del mentidero humano. Puede costar muy caro romper lanzas contra la general tartufería.

Tal es la razón por qué en circunstancias dadas las gentes parecen desposeídas de todo juicio y desprovistas de aquel buen sentido que manda, en primer término, hacerse cargo de las cosas. Temerario seria entonces ponerse delante de la ola. La humanidad semeja un torrente impetuoso de locuras y muéstrase indigna de si misma. El hombre más sereno, más valeroso, haría estérilmente el sacrificio de su vida si intentara oponérsele. Bastante hará si acierta a callar y a compadecer.

Más hay un momento en que el silencio sería cobardía y es aquél en que la nerviosidad cede y la razón recobra sus fueros. Puede y debe hablarse de justicia, menospreciando injurias, infamias, calumnias, viles condenaciones.

Quien se considere suficientemente alto, hará bien en despreciar lo que, sin fundamento, desdora; hará mejor en proclamar reciamente, lo que en razón estima justo. No hay poder alguno capaz de tapar la boca del hombre que proclama la verdad según la entiende.

No es la justicia atributo exclusivo ni del individuo ni de la sociedad. Suele en manos del individuo, ser arbitraria; en manos de la sociedad, abusiva. La justicia que fine en el cadalso o en el puñal, no es justicia; es matanza, pura y simplemente. ¿Y quién osaría, reaccionario o radical, sostener la legitimidad de la matanza? Si la sociedad quisiera exterminar por este medio el mal, no habría en la tierra verdugos bastantes para cercenar cabezas. Si el individuo pretendiera la función de justiciero, cada uno de nosotros tendría que salir por campos y ciudades, en guisa de victimario, sacrificando vidas. Siempre habría, para la sociedad o para el individuo, motivo fundado o motivo especioso para el asesinato. La vida sería materialmente imposible.

¿Es éste el caso para ningún partido o escuela? Si lo es para alguno, será para aquél o aquéllos que afirman la vindicta social, la legitimidad de la pena, la necesidad de la horca. Para los que aspiramos a una vida mejor, a una vida de amor, de justicia, de fraternal consorcio humano, aun estando equivocados en lo ideológico, el caso es absolutamente inaplicable. Podrá la pasión, justamente excitada, proferir duras palabras; podrá la incultura abrigar errores funestos; podrá el fanatismo provocar impulsos delictivos; pero todo ello ¿es sólo imputable a un orden de ideas? No. Es imputable a todas las ideas y a todos los hombres. En donde quiera hay fieras, hay locos, hay enfermos. Y sobre haber fieras, locos y enfermos, hay un estado de violencia permanente que engendra otros estados de violencia y conduce a las sociedades a las más feroces luchas, a las más bárbaras matanzas.

No es la provocación revolucionaria; no es la ideología social; no es la sugestión de las propagandas libertarias lo que provoca la violencia. La violencia es un hecho de la vida general; es toda la vida misma estallando de mil bárbaras maneras. ¿Seremos nosotros culpables únicos de la insolidaridad entre los hombres, de todas las crueldades que rocían con sangre el camino áspero de la existencia? Los hechos son superiores a todos nosotros, blancos o rojos, altos o bajos, y de los hechos somos todos factores, directos o indirectos, con o contra nuestra voluntad. ¿Cómo querríamos gritar, lo mismo al que desde arriba usa y abusa del poder que al que desde abajo usa y abusa de la rebeldía, «crucificadle!», si nadie está limpio de culpas y de violencias?

Y si se tratare, como es seguro, de un accidente, de un suceso común y vulgar, ¿a qué la exaltación de las pasiones clamando iracundas venganzas?

Lamentos, protestas, ¿para qué? Faltarían tiempo y espacio para las innúmeras lamentaciones y las incontables protestas a que la brutal realidad nos conduciría.
Serán, las nuestras, voces en desierto. La humanidad presente no quiere saber de amores, de fraternidades, de justicias. Unos nos dirán falsarios; otros cobardes. Tal vez de entre los propios amigos haya quien nos señale con el dedo.

Bien está: despreciamos todo esto y decimos la verdad tal como la entendemos; decimos nuestra verdad. La matanza es indefendible, así sea la sociedad, así sea el individuo el ejecutor.

¿Fatalidades de la lucha? La razón está por encima de las fatalidades y no debe renunciar a sus fueros.
Tanto cuanto perdure la violencia, tanto más lejos estaremos de la vida libre y feliz que anhelamos. Demasiado durará sin que la invoquemos.

Dejemos, a los que no la quieren, que levanten horcas en que colgamos. Así darán cuenta de la insinceridad de sus protestas y probarán que son los honrados descendientes de los matachines que han escrito con sangre de incontables víctimas la historia de la humanidad.

No por ello el progreso dejará de cumplirse ni de advenir, en espléndida realidad, la aspiración universal al bienestar y a la justicia.

(“EL LIBERTARIO”, núm. 17. Gijón, 30 noviembre 1912.)






JUSTICIAS Y JUSTICIABLES:
EL CASO DE SANCHO ALEGRE

Cuando todo está ya dicho por acusación y defensa, magistrados y peritos, y la sentencia de muerte contra Sancho Alegre es cosa firme, pido hospitalidad en las columnas de “Acción Libertaria” para decir, con entera independencia, unas cuantas palabras que acaso no sean expresión precisa del pensamiento de aquéllos que habitualmente redactan el simpático semanario anarquista, pero que de seguro coincidirán en gran parte con el sereno criterio que lo distingue de otras publicaciones similares.

Hemos llegado a un punto en que sistemáticamente se cierran los ojos a la razón por una y otra parte. Pocos son, amigos o adversarios, los que atemperan sus juicios a la reflexión reposada; y, en general, se habla a tontas y a locas con el único objeto de molestar y herir al contrincante. Sin pasión, se desbarra. No hay siquiera la excusa de exaltaciones momentáneas. Sin razón, se aplaude o se condena. Se tiene por innecesario todo alegato de motivos. Lo único que parece indispensable es devolver golpe por golpe.

La ley del Talión está en los juicios y está en los hechos. Ahora, como siempre, prepondera. Quien ha intentado dar muerte, morirá. Excusamos inútiles jeremiadas. Para sentir compasión no hay tiempo suficiente en la vida ni resistencia bastante en los nervios. ¡Tantos y tan grandes son los dolores humanos!

En fin de cuentas, acaso la vida que se corta no quisiera ser prolongada. Acaso es inconsciente de sí misma o ignorante de su necesidad. Tal vez fuera inhumano conservarla. ¿Quién lo sabe? No éste ni aquel caso. Es cualquiera, todos y ninguno.

De un lado parecen justificadas todas las represalias, de otro, todas las vendettas. En el pensamiento rectilíneo de la dogmática reaccionaria o revolucionaria, no hay espacio más que para soluciones absolutas. Morir o matar. Lo absurdo de la conclusión niega toda solidaridad y convivencia humanas.

Para sofocar todas las rebeldías tendría el Estado que mantener una horca y un ejecutor en cada esquina. Para acabar con todas las injusticias tendría el pueblo que poner un victimario en cada calle. Faltarán encrucijadas para verdugos y víctimas. Y aún así, la rebeldía y la injusticia perdurarían, agravadas por el ambiente de común crueldad porque la matanza ni redime ni humaniza, enloquece.

Hay en la historia horas de suprema locura. Las multitudes, agigantadas por el ideal, exaltadas por la pasión triunfadora, han dado enormes saltos en el abismo de lo desconocido. La humanidad ha progresado entre arroyos de sangre y torbellinos de muerte. Perdido o amortiguado el instinto de conservación, se da o se quita la vida indiferentemente. Se hace el sacrificio cantando o rezando según que el ambiente esté saturado de humanismo o de misticismo. El hombre normal ha desaparecido.

Estos locos no están catalogados en ninguna ciencia. Pero ¿qué duda cabe de que los héroes y los mártires y también los delincuentes no son hombres bien equilibrados, fiel trasunto del tipo medio a que solemos llamar hombre normal?

El más pacífico campesino suele resultar una fiera cuando en el campo de batalla llega a perder el instinto de conservación y con él el miedo hereditario. Hay un momento corto o largo, en que no es el mismo hombre, el hombre más que mediocre de su tranquila aldea. ¿Está loco? ¡Cuán difícil y ardua la tarea de discernir responsablemente, aun en la hipótesis falaz del libre albedrío!

No abogamos por la conservación de una vida que tal vez a la hora que escribimos haya sido liquidada. Generalizamos el caso para asentar conclusiones que la serena razón dicta y la experiencia abona.

Bien y bravamente se ha discutido el caso de Sancho Alegre. Su innegable epilepsia no ha bastado, sin embargo, para declararlo irresponsable y recluirle en un manicomio, que hubiera sido la peor de las muertes si el sujeto justiciable sintiera intensamente la emoción de la vida. Nada de él sabemos que nos lo revele interiormente. Exteriormente nada nos induce a considerarle de la manera de los héroes o de los mártires. Parece más bien un pobre hombre desordenado, por no decir perturbado, ya que la locura caracterizada no existe, por lo visto, fuera de los manicomios. Nos recuerda el caso de Artal, ignorado de todos; de victimario convertido en víctima, tanto por la saña autoritaria como por la exaltación anarquista. Hay sin duda, alguna diferencia. Artal no era libertario ni obrerista. Sancho Alegre militó en el campo obrero y en el campo acrático. Su mentalidad, no obstante, nos revela de considerarle bastante consciente de tales ideas.

También Pardiñas militó en el campo anarquista. Allá en América, sus camaradas íntimos le consideraban incapaz del atentado. Le conocieron hastiado de la propaganda, aburrido de la vida, perdida la fe en todo y en todos. Su desconcierto mental, su desorden psicológico, tal vez su perturbación física, le llevó a buscar en el espiritismo satisfacción a sus anhelos, a sus inquietudes. No puede darse más contrasentido. Y Pardiñas vaga por el mundo y un día cualquiera mata y se mata. ¿Por qué? ¿Para qué? Nadie podrá satisfactoriamente responder.

¿Son esos los hombres normales, de indudable responsabilidad, que las justicias estiman justiciables?

No entremos en el análisis médico, de posibles, si no seguras, anomalías. Ya lo hemos dicho: el héroe mismo, el mártir y también el delincuente, no pueden ser contados, sobre todo en el momento que actúan, en el número de los individuos bien equilibrados. Permanente o transitoriamente son anormales. Pregúntese todo el mundo a sí mismo en cuales condiciones seria capaz del sacrificio de la vida propia, de la heroicidad, del martirio o del crimen, y la respuesta nos dará el argumento hecho.

La pasión religiosa, la pasión política, filosófica o social, conduce, sin duda, a grandes acciones y a grandes desórdenes. Unas matanzas parecen sublimes; otras infames. Esencialmente todas son iguales. La guillotina fue la gran locura de fines del siglo XVIII. Sobre los millares de cabezas que rodaron al cesto se asientan los poderes actuales. La burguesía surgió de aquel inmenso mar de sangre plebeya y aristocrática.
Y los individuos son como las multitudes. La vesania de un Napoleón lleva por el mundo entero los principios de la Revolución.

Mas el hombre normal, el hombre mediocre, que diría el doctor Ingenieros, no quiere entender de filosofías. Aplica la ley del Talión sin distingos.

Se explica, no obstante, que se siegue la cabeza de Angiolillo. Angiolillo es un vengador, consciente de un propósito que estima justiciero; ideólogo temible, hasta el punto de que va caballerosamente por el mundo en busca de su víctima, y cuando la tiene delante, a poco si la envía a ponerse en guardia. Es un beligerante que hay que exterminar. Dos vidas acaban. Es terrible, pero esa es la lucha; no por inducción de propagandas, no por voluntad deliberada de los combatientes, sino por consecuencia fatal de los términos en que la lucha por la existencia se libra.

Pero estos otros casos no son lo mismo. Sería difícil probar clara conciencia de la acción. Imposible establecer concomitancias entre unas y otras mentalidades, entre unos y otros hechos. Todo lo que se ha dicho y se sabe de Sancho Alegre está gritando a voces inconsciencia, inopia, perturbación.

Sin el prejuicio de que el anarquismo es matanza y terror, no habría problema ni habría discusión. Tan graves como se quiera, ante la ley, estos atentados, habría para los forzados de la miseria social y de la miseria fisiológica una medida prudente que pusiera tino en inútiles represalias y en bárbaras venganzas. La ley del Talión, aplicada sin distingos, no hará más que perpetuar el reinado de la violencia.

Y decimos sin distingos, porque los luchadores conscientes que se erigen y que puedan erigirse en justicieros saben bien, de antemano, que ponen una vida en la balanza de otra vida, y ellos mismos no hacen más que aplicar a sus adversarios el Talión maldito.

En este batallar sin tregua de nuestros días, los himnos a la fuerza triunfadora nos salen de abajo como de arriba. Nosotros no quisiéramos que salieran de ningún lado. Justicias y justiciables tendríamos que reprimir los instintos de la bestia que resurge a cada paso. La reivindicación de una vida no es lo esencial, lo esencial es reivindicar el derecho de todo el mundo a vivir para rendirse al deber de respetar todas las vidas.

Y el anarquismo no quiere más ni quiere menos que eso.

(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 9. Madrid, 18 julio 1913)






IDEAS Y REALIDADES


Los amigos de «Acción Libertaria» me perdonarán si les pido de nuevo hospitalidad. Un número de «Cultura Obrera» que llega a mis manos y la lectura de un artículo que, por mitad, se me dedica, me inducen a emborronar cuartillas.

Para conocimiento de Lirio Rojo, autor del articulo en cuestión, advierto que no se trata aquí de un militante del anarquismo (1), de un hombre de partido, necesitado, como todos los que lo son, de impulsar las realidades político-sociales en dirección de su programa de aspiraciones. La posición adoptada en el artículo «Justicia y justiciables», es, a mi entender, lo que conviene a una ecuanimidad de juicio la más completa posible, y es la misma que seguiré en estas cuartillas.

Si la distinción entre la violencia y la resistencia, establecida por Lirio Rojo, fuera algo más que un artificio tras el que apunta una falta de valor o de sinceridad para afirmar la justicia de las represalias, valor y sinceridad de que antes hacían alarde algunos anarquistas partidarios de la mal llamada propaganda por el hecho, hubiera creído que, realmente, Lirio Rojo refutaba mi artículo «Justicias y justiciables».

No es así, puesto que condena la violencia y la declara antianarquista, extremo a que yo no llegué.

La resistencia al mal, ¿quién puede negarla? Sólo un teólogo, un místico, puede afirmar y predicar la no resistencia. Está tan en la naturaleza resistir lo que daña, que el cristianismo ha sido estéril durante veinte siglos y el tolstoísmo lo será por todo el curso de los tiempos.
Pero hay tantas formas de resistir, hay tantas y tales consideraciones de solidaridad humana de por medio, que sólo un pensamiento rectilíneo y absolutista es capaz de arribar a la afirmación rotunda a que llega Lirio Rojo cuando afirma que si cada anarquista fuera un resistente (¿por qué no un vengador, un justiciero o un victimario?) del temple de Angiolillo, Pardiñas, Caserío, Bresci, etc., el número de los violentadores estilo Cánovas, Canalejas, Carnot, se hubiera reducido mucho y se nos violentaría menos.

Olvídase que Rusia, con atrocidades casi inconcebibles, sus matanzas atroces de arriba y de abajo, pone sordina a esas importantes palabras que denuncian al enamorado de la fuerza por encima del hombre de convicciones filosóficas. Repitamos: «Para sofocar todas las rebeldías tendría el Estado que mantener una horca y un ejecutor en cada esquina. Para acabar con todas las injusticias tendría el pueblo que poner un victimario en cada calle. Faltarían encrucijadas para victimarios y víctimas». Y agreguemos: no tiene sentido humano la pretensión de que salgamos por esos mundos a matarnos unos a otros sin compasión para dirimir la contienda social en que todos andamos metidos de tan diversa manera.

A pesar de todos los vengadores y de todos los resistentes, mientras en la mentalidad humana y en la evolución social no hayan abierto brecha profunda el espíritu de justicia, que es recíproco respeto, y el sentimiento vivo de libertad, y la clara percepción de solidaridad humana que es igualdad y amor, no será posible el salto revolucionario en el desconocido porvenir. Esa es la razón de todas las propagandas, sin excluir la anarquista; la razón de todos los esfuerzos por llevar a las inteligencias un rayo de luz, a las voluntades un motivo de acción, al sentimiento un acicate de expansionamiento.

No es una desgracia que el instinto de conservación domine las cualidades combativas del hombre. Felizmente somos cada día menos fieros, cada vez menos bestias, aun en medio de la bárbara lucha a que fatalmente estamos entregados, o es una mentira enorme el progreso moral y el influjo de las ideas humanitarias.

La absoluta inadaptación al medio es una quimera. Cierto que los inadaptados o semi-inadaptados impulsan, pero no hay absolutamente nadie capaz, no puede haberlo, de vivir en total rebeldía con el mundo ambiente. No es tampoco necesario. No es deseable.

En el semi-acomodamiento forzoso al medio actual, puede el revolucionario, lo mismo que el hombre de ciencia y el artista ir preparando el porvenir, sembrando ideas de justicia, sentimientos de humanidad, de respeto, de amor al prójimo. Esta es la obra del idealismo y ésta es la que quisiéramos fuese la de la realidad. Pero la realidad está impregnada de barbarismo y es superior a nuestras ideas, ¿quién lo duda?

Pues porque está impregnada de barbarismos impone la violencia, o la fuerza, o la matanza allí donde se quiere amor y paz y justicia. ¿Elevaremos a teoría, a principio de conducta las fatalidades ambientes? Eso parecen querer los que, como Lirio Rojo, padecen de obsesión de los remedios heroicos.

Hay antinomia indudable. No están en error los que piensan a un mismo tiempo que toda violencia, es antianarquista y que a la anarquía sólo por la violencia se puede llegar. Quiero entender que anarquía, es negación de toda violencia o forzamiento, puesto que afirma la completa libertad de acción. Violentar es, pues, un acto antianarquista. ¿Nos cruzaremos de brazos? Más que como anarquistas, como hombres se está obligado a resistir el mal y aniquilarlo en la medida de lo posible. Sojuzgados, vencidos, explotados, tiranizados, habremos de reaccionar contra todos los obstáculos que se oponen a nuestro libre desenvolvimiento. ¿Cómo? La no violencia, está en las ideas y en los sentimientos; la violencia es la realidad. No podremos, aun queriendo, excusarnos de la llamada suprema apelación a la fuerza. El cómo de la conducta es el gran problema para los militantes de todas las ideas revolucionarias. Inútil pretender la revolución a todo pasto. Peligroso convertir en filosofía, la barbarie ambiente. Suicida dejarse llevar a una sensiblería que nos condenaría a la esclavitud voluntaria. Hay en todos los momentos un punto de vacilación porque nada determina claramente las fronteras de lo justo y de lo injusto, del respeto y del abuso, de la libertad y de la imposición.

Yo digo que no es ni anarquista ni humana la justificación de la violencia. Digo más: digo que no es racional ni conveniente para sí mismos que un partido o doctrina de amor, de equidad, de justicia, se convierta en propulsor de la matanza. La obra actual de todos los idealismos humanitarios es corregir la brutal realidad en que vivimos, porque de ella brotan con terrible empuje todas las bestialidades de la carne, todas las iniquidades de los hombres, todas las infamias, todas las villanías y todas las torturas que queremos suprimir.

Si condeno en bloque todas las violencias, no puedo condenar sino condicionadamente las de abajo mientras subsistan las de arriba. La realidad es más fuerte que la filosofía, pero no puedo ni quiero acatar la realidad que me repugna, que me asquea y que me arrolla como ser pensante y como ciudadano libre. La necesidad de la revolución se me impone. Soy, pues, revolucionario porque a la libertad y a la justicia sólo se puede llegar salvando el abismo revolucionariamente. Dadme la posibilidad de una transformación social sin apelaciones a la fuerza y dejaré de ser revolucionario. De otra suerte, tan enemigo de la violencia como se quiera, vendré obligado a reconocer que la violencia es una fatalidad de las condiciones de convivencia actuales, y en mi labor modesta de ciudadano que lucha por el bienestar general, no podré hacer más que poner la mayor dulzura posible, el humanismo más vivo, en los términos de la contienda. A esto vengo obligado como hombre, obligados deben sentirse también aun los que ensalzan sin tasa los gestos heroicos y las actitudes trágicas.

Creo que en este sentido hay bastante que corregir en las predicaciones de algunos anarquistas, sin duda más impulsivos que hombres de serena reflexión. Tras algunas palabras muy fervorosas de libertad y de humanismo, se ve al Torquemada rojo. Se disfraza, pero se afirma el lema jesuítico, «el fin justifica los medios». Se llama filosofía a lo que es teologismo puro, ciencia a un cierto misticismo jacobinista. Andamos saturados de viejas influencias, de revolucionarismos arcaicos, todavía nos encanta la magia de la acción secreta, del carbonario a la moderna que se atribuye la representación y la vendetta popular, del comité de Salud Pública que decreta en la sombra la huelga general o la revolución. Y todo esto no es nada anarquista ni concuerda con las ideas actuales de evolución social y de redención humana.

Contra ese sedimento del pasado hay que pronunciarse abiertamente, curándose de dañosos prejuicios y de entusiasmos malsanos.

Los pequeños episodios sociales que convierten en delincuentes a hombres unas veces heroicos, ridículos otras, no han de ocuparnos tanto que nos hagan perder de vista, la gran trascendencia de la transformación social a que aspiramos.

(«ACCIÓN LIBERTARIA», núm. 21. Madrid, 10 octubre 1913.)

Estas palabras

(1) Estas palabras necesitan una explicación: Mella firmó este articulo y el anterior, «Justicias y justiciables», con el seudónimo Dr. Alain, que nunca había empleado, por creer que así podía dar al lector una impresión de opiniones acerca de la violencia con «entera independencia de juicio», sin consideración a «los convencionalismos que obligan al hombre de partido a no decir todo lo que piensa en momentos determinados». Creía además que ocultando por de pronto su nombre, esos artículos despertarían más inquietud y comentario entre los anarquistas y hasta provocarían una seria polémica, en cuyo caso contaba volver de nuevo sobre el tema, pero firmando ya como de costumbre. (Nota de los editores).







SALVAJISMO Y FEROCIDAD


A fuerza de repetirlo la mayor parte de los sociólogos; a fuerza de insistir en ello los más renombrados biólogos, han llegado a constituir dogma científico el salvajismo y la ferocidad originarias del hombre.

Bajo la influencia del postulado evolutivo, forzados a explicarse por un desarrollo presupuesto todo el contenido del progreso humano, se afirma, sin pruebas, la maldad, la bestialidad y la ferocidad del hombre primitivo, reservando para el hombre civilizado una bondad y un humanismo que, si corona triunfalmente la teoría, no por ello está de acuerdo con la realidad.

Y no es lo peor que simples hipótesis se conviertan en dogmas de sabios; lo peor es que las gentes aficionadas al estudio o a la lectura solamente tomen como articulo de fe los artículos de lógica científica, sin duda necesarios, pero indudablemente discutibles.

Es más que probable la animalidad originaria del hombre; es un hecho de experiencia, casi presente, su humanización progresiva. Nuestra razón no podría darse cuenta del desenvolvimiento de la especie y del mundo sin esas dos concepciones, o si se quiere realidades.

Pero ¿por qué la animalidad ha de suponer salvajismo y ferocidad necesariamente?

Hay muchos indicios de hombres primitivos todo bondad y mansedumbre. Ahora mismo hay pueblos en estado salvaje que viven apaciblemente, sin odios ni rencores, sin luchas, sin bárbaras crueldades. El sociólogo Tarde, entre otros, afirma la bondad originaria del hombre.

Por otra parte, animalidad no quiere decir fatalmente ferocidad. Hay animales fieros y hay animales dulcemente pacíficos. No está demostrado que el hombre sea una fiera en evolución o en domesticación humanizadora, aun cuando “la biología pruebe que somos el resumen biopsicológico por el que ha pasado la especie humana hasta la aparición del individuo”.

Todo lo que se quiera respecto a las fases por que pasó el embrión del hombre, siempre quedará en pie la dificultad insuperable de unificar todas las especies en una común característica, sea de fiereza, sea de bondad.

Puestos a documentar nuestra tesis, no bastaría un libro para reunir todos los datos de pueblos, no sólo primitivos sino actuales también, que, no obstante su estado de absoluta incultura, de estancamiento histórico, viven casi vida idílica, alejados de toda civilización.

Los pueblos más feroces son los que han pasado por una civilización o los que viven en la vecindad de una civilización. Es ésta una verdad de hechos que no necesita pruebas.

Ahora mismo, en plena Europa civilizada, se está dando el más espantoso ejemplo de crueldad, de ferocidad, de bestialidad, que registra la Historia. No recordamos nada semejante al vandalismo búlgaro, que abre el vientre a las mujeres encintas, extrae el feto y lo ensarta en la punta de una bayoneta. Sería una atroz injusticia imputar nada igual a las gentes primitivas, salvajes, bárbaras.

El refinamiento de la crueldad es un producto semicivilizado o civilizado del todo. Los horrendos crímenes de que están llenos los anales de las naciones civilizadas, apenas explicables aun para el más ferviente determinista, no tienen antecedentes históricos en la existencia de los pueblos primitivos. El mismo canibalismo tiene mayores y más sólidos fundamentos que el ensañamiento, sin adjetivo adecuado, de ciertos monstruos humanos que emborronan horriblemente la ascensión progresiva de que tanto nos ufanamos.

Nada iguala a los tremendos y continuados crímenes de las grandes religiones. Y ni el cristianismo, ni el islamismo son religiones de los pueblos primitivos. Nada semejante a las cruentas, inacabables luchas a que nos conduce el mercantilismo moderno. La, rapacidad organizada es la médula de la civilización. No somos ladrones y asesinos tanto por atavismo como por progresismo. No hablemos de la banca, de la burocracia, del militarismo. De ningún modo podría sostenerse que el hombre civilizado es el resumen en que están contenidas todas las supuestas maldades originarias.

Estamos en presencia de una desviación. Estas vituperables atrocidades modernas no pueden ser cargadas a la cuenta de aquellos pobres desdichados progenitores nuestros que vivían en plena naturaleza, del todo indefensos y del todo exhaustos. La palabra atavismo, abulismo, es frecuentemente un comodín de la pereza mental.

El animal-hombre, sin duda, ha sido empeorado por la civilización, porque el progreso humano es un perenne desequilibrio entre todos los adelantos imaginables y todas las miserias patentes. Jamás la esclavitud se ha adornado con tan vivos colores. La desigualdad social es el abismo del que brotan las más horribles bestialidades.

No es el ayer lejano. Es el ayer próximo y el hoy.

Hay quien vuelve la vista al pasado y añora la paz perdida. Hay quien nos acusa de anhelar también retornos imposibles. Hay, en fin, quien se ampara en una novísima dogmática de la ciencia para hacer revolución.

Infundada es la añoranza; ridícula la acusación; endeble el amparo.

Nada se nos ha perdido en el tiempo pasado; nada mejor podría darnos- Nada tampoco puede esperarse de teologías al revés que llevan el germen de futuros y posibles despotismos.

La humanidad ha progresado éticamente. Pocos o muchos, hay quien abomina de todas las bestialidades, ama la paz; anhela el bien del semejante. Hay quien estudia, trabaja, lucha por un mundo mejor. Es algo, bastante. Pero materialmente, económicamente, el progreso y la civilización son una enorme mentira para la mayor parte de los hombres. No hay tortura más grande que la de haber entrevisto todas las bellezas de la vida y estar condenado a sufrir todas las vilezas. Y éste es el abismo que la civilización ha abierto ante la humanidad y que no se cegará con los paños calientes de la dogmática, aunque se diga científica.

El salvajismo y la ferocidad no están detrás de nosotros, sino entre nosotros. A la obra revolucionaria de sus víctimas toca continuar la evolución progresiva de la humanidad.

(«ACCIÓN LIBERTARIA», núm. 13. Madrid, 15 agosto 1913.)






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