TRABAJOS POLÉMICOSUNA OPINIÓN Y OTRA OPINIÓNA propósito del problema austrohúngaro y en vista del proceso incoado contra los nacionalistas servios, abrió en sus columnas “Le Courrier Européen” una información de la que «La Publicidad», de Barcelona, reprodujo las siguientes palabras escritas por Kropotkin: «Todas mis simpatías están con las nacionalidades que luchan por su independencia. No existe nacionalidad, por pequeña que sea -numéricamente hablando- que no encarne algunos rasgos de carácter humano mejor desarrollados y con más facilidades de desarrollarse en sí mismo que no en convivencia con otras nacionalidades. »Y el desarrollo completo, libre, de sus rasgos característicos, de las instituciones, de las tradiciones de una nacionalidad, lo mismo que el desarrollo completo de su poesía, de su literatura, de su música, de su manera de exteriorizar las impresiones de la naturaleza, etc., ofrece siempre nuevos elementos que contribuyen a la variedad y a la plenitud del pensamiento y de la acción humanos, elementos necesarios para la humanidad. »He aquí por qué, a mi entender, el progreso no estriba ciertamente en la absorción de las pequeñas nacionalidades por las grandes -y contribuir a ello es un crimen de lesa humanidad- sino en el libre y completo desenvolvimiento del carácter de las instituciones, de la lengua de cada nacionalidad grande o pequeña, sobre todo si es pequeña y se halla en peligro de ser absorbida. Y sólo cuando esta plena libertad de desenvolvimiento sea conquistada, podremos llegar al verdadero progreso internacional por la federación de las unidades nacionales libres, en estas unidades y de los individuos en estas células primarias de la verdadera colmena humana.» Nos cuesta trabajo creer que así, sin reserva alguna, se pronuncie nuestro compañero en favor de una tendencia que, en general, no reviste aquellos caracteres de universalidad que son la raíz de nuestros ideales, sino que, por el contrario, es la expresión de un particularismo retrógrado o de un sentimiento atávico tan poco simpático como la absorbente centralización a que se opone. Desde luego estamos resueltamente -ocioso es decirlo-, Por todas las autonomías. Simpatizamos con cuantos luchan por su independencia y más aún si lo hacen también por la ajena. Pensamos que el progreso no estriba en la absorción de las pequeñas por las grandes nacionalidades, aun cuando no puede negarse que la formación de éstas ha traído aparejado cierto avance de la generalización de los conocimientos y de las condiciones de la lucha por la emancipación humana. Y no vacilamos en afirmar y reafirmar que el verdadero progreso internacional se obtendrá por la libre federación de los individuos, de los municipios y de las nacionalidades o agrupaciones cualesquiera que se formen, invirtiendo y empleando, de intento, los términos en que Kropotkin se expresa a este propósito. Todo ello no es más que el resumen somero de la filosofia anarquista. ¿Hay algo más en las palabras de Kropotkin, para que los catalanistas se ufanen de opinión tan valiosa? Sin duda alguna. Y ese algo es precisamente lo que motiva este artículo. También tenemos nosotros un poquito de lógica para razonar por cuenta propia y poner sobre aviso a los que no se percatan de que el rigor dialéctico de ciertos principios les llevaría bastante más lejos de lo que quisieran, aun cuando fuesen en la bonísima compañía de Kropotkin. La autonomía, o si se quiere, la independencia de Hungría, de Serbia, de Irlanda, de Cataluña, de cualquier nación, región, comarca o lo que parezca mejor llamarle, ¿realizaría algo más que un cambio de poder central, de gobernantes y funcionarios? Cuando se nos conteste afirmativamente y se nos diga el cuándo y el cómo, hablaremos. Por ahora, ateniéndonos a los términos indiscutidos de la cuestión, se trata simplemente de constituir naciones independientes o autónomas y, por tanto, más o menos, con gobiernos, funcionarios, etc., propios. La autonomía municipal, la de los individuos, quedan a merced, en lo futuro, de los nuevos amos. La magna cuestión de la propiedad, la emancipación de los jornaleros, ni siquiera se las toca de soslayo. Se trata, pues, de un problema puramente patriótico, cuya solución haría efectiva la autonomía o la independencia para una sola clase, la de los capitalistas; nula, para el resto del país. ¿Qué puede mover a simpatía, en este caso, los sentimientos y el pensamiento de un Kropotkin? Lejos de nosotros el supuesto de que un revolucionario de buena cepa se imagine que por semejante camino arribaremos a la emancipación, de la humanidad, verdadera meta de sus aspiraciones. El reconocimiento de la personalidad o nacionalidad de Cataluña, Irlanda, etc., es una cuestión de tradiciones y de historia en cuyo análisis particular no tenemos por qué detenernos. Mucho más que pueda importar el establecimiento definido de esas personalidades históricas, -cuyo origen está, juntamente con el de las grandes nacionalidades, en la misma raíz del privilegio- importa la libertad de formar personalidades plenamente libres para cualesquiera fines, de producción y cambio y consumo, o simplemente artísticas y científicas o de pura simpatía o afinidad. Y como a esta libertad y este reconocimiento de las colectividades formadas o a formar no puede llegarse sino por medio de la libertad individual -alma mater de todas las libertades-, y como la autonomía individual es imposible sin la previa igualdad de condiciones económicas, políticas y sociales, resulta inmediatamente que, pese a nuestras simpatías por las pequeñas nacionalidades rebeldes, ellas no laboran por otra cosa que por un simple cambio de amos, gobernantes y propietarios en una sola pieza. Por otra parte, bajo el punto de vista político y social, la autonomía o independencia de esas pequeñas nacionalidades históricas supone casi siempre reviviscencia de tradiciones y atavismos que nada tienen de común con el progreso. Y si de otro lado el centralismo ha tratado y trata de borrar con su enorme esponja cuanto había y hay de característico en esas nacionalidades, y contra la violencia y la injusticia y el atropellamiento de un privilegio moribundo, ¿qué pueden hacer los hombres de ideas progresivas? ¿Optar por uno de los dos males? Nuestra actitud está siempre definida: es de resuelta rebeldía frente a todos los despotismos. No es por la historia, por la tradición, por las cualidades y condiciones privativas de cada personalidad como se ha de establecer el derecho a la autonomía o a la independencia. Colocarse en este terreno es pasarse al enemigo, caer de bruces en el campo del adversario, de los hombres de la tradición, defensores de los privilegios pasados, presentes y futuros en lo político, en lo económico y en lo social. La autonomía, la libertad de gobernarse, mejor, de arreglar sus asuntos por sí mismos, ya se trate de individuos, ya de colectividades, es un derecho natural, primitivo, anterior y superior a toda ley, de tal modo, que cualquier restricción lo anula en absoluto. Reducirlo a la existencia de las pequeñas nacionalidades es suprimir de un plumazo todo el progreso y olvidar por completo el problema universal de la emancipación humana. ¿No es de suyo ya un mal grave este resurgimiento de particularismos que traen divididos a los hombres de ideas radicales mientras los elementos reaccionarios se apiñan alrededor de la bandera de la tradición patriótica? ¿No está diciendo a voces ello mismo que frente a la tendencia cosmopolita triunfa el patriotismo de campanario? No somos de los que declaman contra el sentimiento de patria en cuanto es la expresión del cariño a los lugares y cosas en que hemos convivido. Nos confunde profundamente el eco lejano de la canturria de la niñez, la lengua en que balbuceamos nuestras primeras palabras, la música y la poesía en que nuestro espíritu se educó. También repercute allá, muy hondo, el rumor de otras músicas, de otras lenguas, de otros cantares de tierras en que, ya hombres, hemos vivido y gozado y... sufrido. ¿Por qué bañarse apasionado en el estrecho recipiente de piedra teniendo a nuestro lado el lago, el río el anchuroso mar donde van todas las lenguas, todas las músicas, todas las poesías, todos los armoniosos rumores de la Naturaleza y de la vida y también todas sus turbulencias? Y aun después, ¿queremos levantar un estado de derecho sobre movedizos estados de afectos y pasiones, de recuerdos y añoranzas? Bien está la rebeldía a todas las opresiones, pero mientras el mundo político y el mundo de los intereses luchan por la patria chica y por la patria grande, nosotros queremos luchar por la patria de todos y para todos, por la patria para los millones de esclavos que pueblan todas las patrias dirigidas y explotadas, las grandes y las chicas, por los detentadores y acaparadores de la riqueza; queremos luchar al lado y por la emancipación de esos millones de hombres que carecen de patria porque carecen de pan y de libertad. Y mientras esas multitudes desposeídas no tengan pan, ni abrigo, ni libertad, será irrisorio hablarles de patrias, de poesía, de literatura, de música y de instituciones y cantares que no pueden sentir, entender ni gozar, y que si las sintieran, entendieran y gozaran sería para que entre los hermanos en servidumbre se levantaran nuevas e infranqueables barreras. Por esto, frente a una opinión todo lo respetable que se quiera, nosotros ratificamos una vez más el amplio sentido de la filosofía anarquista que si no riñe con las particularidades características de las personalidades individuales y colectivas, ni se opone a la libre expansión de todos los modos de comunidad espiritual, sea por la palabra, sea por el pincel, sea por el sonido, ni siquiera niega la posibilidad de todos los métodos imaginables de vida práctica y material, afirma siempre y siempre proclama la universalidad de sus aspiraciones por la emancipación humana y el cosmopolitismo necesario, indispensable a la buena armonía y a la paz entre todos los hombres. Por oposición al capitalismo, somos anarquistas; lo somos asimismo frente al gubernamentalismo, expresión de aquél; y también contra el espíritu estrechamente patriótico, la afirmación anarquista se levanta poderosa y triunfante. Ninguna simpatía será bastante fuerte para torcernos u obligarnos a transigir. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 4. Gijón, 9 diciembre 1910.) DOS CONFERENCIAS: MAEZTU y ALOMARRecio y duro habló Maeztu en el Ateneo de Madrid. Su conferencia «La Revolución y los intelectuales» es un acontecimiento político digno de toda atención. Alomar, en el Circulo Barcelonés, ha desenvuelto el tema de su conferencia «Negaciones y afirmaciones del catalanismo», con aquella emotividad especial que le distingue, al decir de sus devotos y admiradores. También un suceso político que merece fijar la pública atención. Los dos conferenciantes han arremetido resueltamente contra los intelectuales. Los dos conferenciantes quieren llevarnos por distintos caminos, al parecer, por uno sólo en realidad, al concierto de los países civilizados de Europa; quieren europeizarnos, en suma, según pretendió hace ya tiempo Costa. Maeztu intenta la formación de una aristocracia intelectual disciplinada que nos dirija y nos gobierne. Alomar enarbola la bandera de un nuevo partido socialista y catalanista a un mismo tiempo. Ambos claman por la curación rápida de los males del país. Ambos hurgan furiosamente en el gran problema de la cultura. Pero ellos dos, que, como algunos otros, quieren ser modernos, quieren traducir al castellano o al catalán cosas inglesas y cosas alemanas, caen en la vulgaridad, diremos claro y duro, en la ignorancia de establecer una fuerte línea divisoria entre las clases intelectuales, políticas y burguesas de un lado, y la clase proletaria de otro. Toda la obra social es obra de políticos e intelectuales. España o Cataluña son España o Cataluña por sus capitalistas, por sus legisladores, por sus publicistas. El pueblo es masa, es servidumbre, es esclavitud que se trae y se lleva, se rechaza o solicita, según conviene. La nación no la forma esa multitud que carece del derecho de ciudadanía. Los que quieren ser modernos permanecen aún en el concepto rancio del Derecho romano. No lo dicen claro, pero está visible en todas sus palabras, en todos sus razonamientos. Si quisieran hablar con entera y noble franqueza, saldría de sus labios una afirmación rotunda de castas. La critica que hacen del intelectualismo y de la política, es acerba, es merecida. ¿Pero no hay más factores en la vida de un pueblo? ¿No hay una acción social directa con su evolución propia al paso u opuesta a la evolución de la cosa pública? ¡Increíble parece que se escape a la perspicacia de esos cerebros superiores, superiormente dotados, tan sencilla evidencia! Evoca Maeztu la obra de Fichte con sus «Discursos a la nación alemana» y empequeñece la acción universal del filosofismo puesto en boga por los Goethe, Hegel, Kant, Schiller, etc. Quiere sin duda, una labor semejante para España y parece creer que existe ya una juventud intelectual capaz de disciplinarse, de hacer kantismo, de rebasar la pequeñez, la mezquindad de los horizontes actuales. Duélese de que el pueblo se les haya escapado moralmente y ve con claridad que, paralelo al supuesto movimiento de reforma encomendado exclusivamente a los intelectuales, se opera un movimiento de revolución en el pueblo inasequible, misterioso y anónimo. Teme aún que la revolución alcance a la reforma y el pueblo caiga violentamente sobre todos ellos, los intelectuales. Y como Maeztu, también Alomar ve que el pueblo se les ha escapado e intenta llevar a cabo en Cataluña -el uno en la patria grande; en la patria chica, el otro- una obra meritísima, según expresión de «La Publicidad», que consiste en arrancar a las clases obreras de las garras de los vividores políticos, de los ídolos que la inconsciencia del pueblo ha elevado; en educar a las masas proletarias, organizarlas para la lucha legal por el derecho, sustraerlas a la anarquía y a la explotación indirecta de su ignorancia por lo que él ha calificado de fomentismo... Y como Maeztu quiere una casta intelectual directora, que haga kantismo, quiere Alomar una izquierda socialista catalanista que haga futurismo y pampolitismo, consistente el primero en acomodar el alma a los tiempos futuros que a no tardar vendrán y el segundo en ver desde Cataluña la vida de todas las ciudades del mundo, lanzando el espíritu más allá de las fronteras en una avidez insaciable de civilización; viniendo a ser el pampolitismo en cuanto al espacio, lo que es el futurismo en cuanto al tiempo. En verdad digo al uno que Lázaro no saldrá de su sepulcro. Y digo al otro que no está el horno para bollos filosóficos. Perdón, ante todo, por este salto mortal desde aquellas alturas ideológicas a estas ramplonerías de mi plebeyo intelecto. ¡Hacer kantismo! ¿Pero de dónde sale Maeztu que ignora ha pasado eso hace tiempo, que es absolutamente inactual? No ya el filosofismo alemán, el sociologismo de los Marx, Bakunin, Kropotkin, etc., actualidad vívida ayer mismo, está pasando a la historia en estos instantes. El pueblo toma la palabra, y en pleno practicismo social, se lanza a la acción por su cuenta y riesgo. Todas las teorías actuales no tienen más valor que aquél que brota de los hechos. Con actos se propaga, se demuestra, se convence. Son vuestras propias lecciones. ¿Qué hemos de hacerle si el verbalismo quiebra escandalosamente? ¡Y qué retardado el radicalismo que cree inventar cosas nuevas con su futuro y su pampolitismo catalanista y socialista al mismo tiempo! Si estos hombres que tienen privilegiada inteligencia no pensaran ante los problemas que inquietan a la nación española, como si hubieran caído de la luna anoche mismo, sobre tierras de Castilla o sobre tierras de Cataluña, podrían darse cuenta de que el proletariado se ha hecho mayor de edad, ha arrojado los andadores y, por su cuenta y riesgo, empieza a dirigir la vida del país; podrían darse cuenta de que la acción directa rebasa la acción política, y así, en lugar de sus intentos de creaciones aristocráticas y directivas, se propondrían sencillamente integrar esta evolución real sumándose a la acción del pueblo como un factor más, ciertamente indispensable. Obrando de otra suerte se arriesgan a que el pueblo, no vea en ellos sino ambiciones y anhelos inconfesables y proceda en consecuencia. Bien, muy bien que desde el punto de vista burgués se intente elevar el nivel intelectual y moral del elemento director, pero que no se niegue o se calle la realidad que a la hora presente muestra por encima de la carcoma política la superioridad moral e intelectual -así, como suena- del proletariado militante. Bien, muy bien que, atentos a los intereses de la burguesía, se quiera europeizar la patria catalana y la patria española; pero, ¡por los clavos de Cristo!, que no se olvide que el proletariado catalán se ha europeizado antes, si no es que supera, por su poder de iniciativa y de acción, a los otros proletarios que en todas partes luchan por cosas de más enjundia que las que nos ofrecen esos dos innovadores de cosas rancias que se llaman Maeztu y Alomar. Y no se tema, no, que la revolución violenta se adelante a la reforma si no es porque para la reforma no hay arrestos, ni ideas, en lo intelectual y en lo político. El pueblo inasequible, misterioso y anónimo, que dice el otro, tiene algo mejor en qué pensar y ocuparse que en episodios sangrientos de matanza. Ya lo está demostrando con los hechos, no porque se mueva sin organización y por agencias anónimas, por hombres más o menos desconocidos, perfectamente sustituibles los unos a los otros, según afirmó Maeztu, sino porque actúa conscientemente y por sí mismo sin tutorías, generalatos políticos o intelectuales; y esta lección es la que deberían aprenderse bien antes de pretender reformas e innovaciones olvidadas de puro sabidas todos los Maeztu y Alomares habidos y por haber. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 6. Gijón, 23 diciembre 1910.) HAMBRE Y LASCIVIALa vida del hombre se desenvuelve bajo el imperio de los mismos instintos que gobiernan la vida animal: el hambre y la lascivia. Así sentencia Ramiro de Maeztu en un artículo enderezado a establecer la condición conservadora de Anatole France. Si el tal artículo no fuera pura logomaquia, sería un hermoso y acabado trabajo. Pero el exceso de literatura es manantial abundante de dislates, y así Maeztu confunde lastimosamente la necesidad de nutrición y la necesidad de procreación. El hambre y la lascivia no gobiernan ni la vida del hombre ni la de los demás animales. Implican más bien la destrucción de las especies. Es en absoluto inconsistente, en absoluto falsa la tesis de que el hambre es impulsora, agente o factor de grandes hechos. El hambre momentánea en el satisfecho, animal solamente, puede ser, es aguijón que empuja a conquistar la ración necesaria y aun la superflua inmediatamente y como quiera que sea. El hambre dosificada, metodizada en el habitual hambriento, es paralizante, aniquiladora. Especie animal que no halla los alimentos necesarios de alimentación perece fatalmente. No hay manera de exceptuar al hombre. Es por el hambre permanente como faltan las fuerzas para reaccionar y se afirma el imperio de los satisfechos. ¿Qué puede esperarse de las multitudes escuálidas, de piernas temblorosas? Donde falta el vigor físico, es imposible el vigor intelectual y pasional. No hay hombre ni bestia que, cuando desfallece, tenga el necesario arranque para apoderarse de lo que necesita ni sienta los impulsos de la generación, mucho menos de la lascivia, para lanzarse a consumir un resto de vida en un últlmo éxtasis de placer. El animal tendrá una mirada lánguida de infinito y no traducido dolor; el hombre implorará con la mano tendida en un espasmo de humillación. Son los hombres vigorosos o semi vigorosos del pueblo, del proletariado; son los que se nutren bien y quieren nutrirse mejor, los que han comenzado a gustar la vida satisfecha y quieren conquistarla del todo; ésos son los aptos, los capaces de los grandes hechos, de las rebeldías redentoras, de las revoluciones que transforman el mundo. No, no es el hambre y la lascivia el imperio de la vida, Con menos literatura se hubiera dicho una verdad común y científica. La necesidad de nutrirse y de procrear es el gran motor de la existencia. Sin nutrición y procreación no hay individuo, no hay especie. Todo lo demás, amor, arte, conocimiento, viene por añadidura. Y todo es preciso y todo indispensable. Y a la conquista de todo vamos, para que, sobre las temblorosas piernas de los famélicos, no se alcen los ahítos y los lascivos. (“EL LIBERTARIO”, núm. 4. Gijón, 31 agosto 1912.) FICCIONES Y REALIDADESTales cosas leo y veo que a ratos me pregunto si, en efecto, estaremos fuera del mundo de lo real tal y como se lo imaginan las gentes. Leo y veo cosas que me traen a la memoria los buenos tiempos en que los Corominas, los Unamuno, los Martlnez Ruiz, los Dorado colaboraban en aquella famosa y no igualada revista de Barcelona que se llamó “Ciencia Social”. ¡Qué profundo abismo abierto por el vario tiempo entre aquel espíritu de independencia personal y de anhelante investigación y este mezquino espíritu de acomodamiento a las vulgaridades catalogadas en los programas de partido! En mis breves meditaciones desfilan hombres sonoros, fulgentes estrellas intelectuales que a la hora presente guían o quieren guiar a las muchedumbres; pero no veo alzarse, sobre el rasero común de los mortales, la testa recia y firme y el corazón, grande y magnánimo capaz de conducirlas a las cumbres de la dignidad y de la justicia. Saturado el ambiente de verbalismos poéticos, de hueros literatismos, de vaguedades filosóficas que trascienden a inconfesables ignorancias, los pretendidos directores espirituales muévense en un plano no más elevado que aquél en que la mediocridad se debate impotente. Que los que se tienen en olor de superioridad perdonen la rebelde osadia de este insignificante comentario. Sugiéremelo la lectura de un artículo que Gabriel Alomar ha publicado acerca del último Congreso socialista español. Poeta más que pensador, literato más que filósofo, retórico antes que preciso y justo en la expresión de ideas, inquieto en el encasillado político, regionalista a ratos, republicano un momento, socialista otro, aunque encajonado siempre en el izquierdismo que pretende mirar al porvenir y peca de conservador de rutinas mandadas retirar de la circulación como las falsas monedas, tiene el casi oráculo catalán, sin ser él mismo catalán, la feliz aptitud de escribir cosas bellas y la desdichada suerte de divagar en buena lógica. Dijérase que juega con las ideas forzado por la necesidad del consonante. El consonante, es en esta ocasión, la obligada muletilla del politicismo, triunfante ahora del economismo. Entona Alomar cánticos de gloria a la decidida inclinación, diríamos mejor, al decidido ingreso del socialismo español en el redil político. A él, idealista y soñador de dulces vaguedades, no le interesa, personalmente, gran cosa el socialismo económico comparado con el político, y así grita a los proletarios su primera recomendación: «Sed políticos sobre todo!» Los pocos o muchos millares de socialistas que hay en España podrían responderle que si son lo segundo es porque son principalmente lo primero. La raíz de todo socialismo es un economismo más o menos determinado. La acción política puede ciertamente ser estimada como instrumento necesario, pero en condición secundaria, que tan pronto se coloca en primer término deja de ser socialismo. Hay entre los dos términos la relación misma que existe entre lo real y lo ficticio, lo esencial y lo accesorio. Sólo la venalidad o la desviación ideal pueden trastocar estos términos. El socialismo o mira a la emancipación integral de los hombres o deja de ser socialismo. El economismo de la tripa es su primera condición, mas no en el sentido, que acaso le atribuye Alomar, de simple reducción de horario y mejora de jornal, a que ningún socialista se acomoda. Pero advierto que yo no soy el llamado a hacer la defensa del socialismo. Allá se las entiendan con el poeta los sesudos hombres del materialismo histórico. De mi parte quisiera solamente que la fluida prosa de Alomar se pusiera a tono con la razón escueta, sin nebuloso literatismo, y mostrara cómo la idealidad humana se encierra entre los frágiles muros del politicismo, cómo el andamiaje es superior al edificio mismo que, la experiencia y la realidad nos enseñan, está formado esencialmente de relaciones económicas, de creaciones sociales, de concepciones artísticas y de maravillas científicas. Es necesaria la pobrísima mentalidad del político profesional, y Alomar no anda exhausto de mayor riqueza intelectual; para olvidar y desconocer, bajo el imperio de una ficción fascinadora, que la vida real es algo más, mucho más que artificio político. El propio mecanismo mercantil, la misma estructura industrial del mundo civilizado, la organización de la propiedad y su correlativo el régimen del trabajo, son creaciones prodigiosas del genio humano y de la actividad social, no obstante su raíz de injusticia y de privilegio. Y lo son precisamente fuera y hasta en oposición al artificio político y prueban, de paso, la posibilidad y la practicabilidad de todos los idealismos orgánicos imaginables. ¿Hay, en cambio, nada menos artístico, menos ingenioso, menos ideal que el rebaño de votantes, que los torneos parlamentarios, que la rutina gubernamental? ¿Hay nada más insignificante que la burocracia, que la técnica, que el arte y la ciencia oficiales? El elogio de la función augusta del ciudadano que vota, o que legisla, o que manda, ¡qué paradoja! Ni espontaneidad creadora, ni concurrencia ideal, sino monotonía y forzamiento constantemente repetido, es la médula del organismo político. Imperialismo y dictadura, aun con la etiqueta de Alomar, significan subordinación de lo real a lo ficticio. Son además corolario de servidumbre. ¿Por dónde, ¡oh manes del socialismo!, vendrá la dignificación y la justicia de los peleles que la poesía exalta y la realidad sojuzga? Radicalmente las luchas humanas no han sido, no son, no serán por motivos políticos. Alomar se engaña. El economismo lo invade todo; y cuando se cree triunfante al politicismo es que mica. Las grandes corrientes del pensamiento, la exaltación de las pasiones nobles, las supremas aspiraciones, y los heroicos hechos de la humanidad andan siempre por más amplios horizontes. Arrancan de motivos profundos, de la entraña misma de la vida, que no es de ralea vil política; que es fisiología, economía, dinámica social y cristaliza en aspiraciones éticas y en generosas idealidades de grandeza infinita. ¿Cómo de otra manera? Pese a todas las febriles imaginaciones de los místicos de la izquierda, somos ante todo estómagos e intestinos, al punto de que las más elevadas genialidades del intelecto y las más sutiles sugestiones anímicas tienen por prosaico pedestal la ingestión y la evacuación de alimentos. ¡Detestable premisa para los rimadores de estrofas a la belleza espiritual! Y porque somos antes que todo animales con necesidades de nutrición y de reproducción, ¿cuál otra metafísica podría superar a la imperiosa cuestión económica de donde arrancan y por la cual perduran las luchas humanas? Por mucho que la mente se aleje en la visión de la belleza jamás podrá prescindir de esta nuestra carne, de estos nuestros huesos, de esta nuestra sangre y nuestros órganos, todo empobrecido, macerado y vilipendiado por los adoradores de la mística, atenazados por la neurastenia, y por los serviles, rastreros servidores de los poderosos de la tierra. ¡Política! Eso es ficción para bobos, trampa para inocentes, deporte para holgazanes; eso es la ergástula que los bribones imponen a los hombres honrados. La vida real es trabajo, es cambio, es consumo; es arte, goce, ciencia; es economía liberadora en cuya órbita gravitan los infinitos mundos que la pueblan. Eso es realidad, poeta Alomar, y lo demás es artificio y música y armas al hombro. «EL LIBERTARIO». núm. 12. Gijón, 26 octubre 1912.) EL PELIGRO ANARQUISTADon Emilio Sánchez Pastor, en “La Vanguardia” de Barcelona, fecha 27 de febrero, se permite desbarrar un poco acerca del peligro anarquista con motivo del «famoso proceso de la sociedad de bandidos» de que era jefe Bonnot. Que el señor desbarrase a su antojo nada nos importa. Pero se trata de fraguar una triste leyenda sobre el anarquismo, sembrando errores, falsedades y embustes; y para que semejante leyenda no prospere, aun repugnándonos entrar en un terreno que puede hacerse de justificación del todo innecesaria, tomamos la pluma para precisar, una vez más, nuestra actitud frente a todas las funestas violencias que deshonran y aniquilan a la humanidad. A la turbamulta que vocifera en un momento de exaltación, puede permitírsele la injuria y el insulto. El perdón cristiano no es una virtud extraordinaria en las almas grandes para estos desvaríos de las almas chicas. Mas no puede consentirse a personas que se reputan cultas, que acaso se piensan inspiradoras de muchedumbres, la falsedad consciente, pasada de contrabando como arma de buena ley. Para estas osadías de la suficiencia literaria y periodística, el látigo seria un artefacto demasiado suave; el desprecio, demasiado olímpico en gentes modestas como nosotros. Nos cargaremos de razón y de paciencia y procuraremos herir en la entraña misma de la maldad dorada que cobija crímenes y ampara inconfesables desmanes. De acusados, nos convertimos en acusadores. Y caiga el que caiga. * * * Sostiene el señor Sánchez Pastor que los autores de robos y asesinatos se llaman a sí mismos anarquistas: que el asesinato y el robo se elevan a dogma de una escuela política o social; que el crimen aparece, por primera vez, como obligación de una secta, como parte de una doctrina. «Lo que hayan dicho los delincuentes -agrega- sobre este punto, tiene escasa importancia; pero tiene mucha el que los periódicos anarquistas del país los hayan acogido en su seno, aceptándolos como distinguidos correligionarios y dando sus procedimientos por buenos y santos dentro de su escuela.» Ignoramos si ha habido algún periódico anarquista que haya dicho y hecho lo que el señor Pastor afirma sin pruebas. De lo que sí estamos seguros es de que los periódicos anarquistas del país, así, en seco, no lo han hecho ni lo han dicho. De lo que también estamos ciertos es de que nadie ha pretendido, desde nuestro campo, que el asesinato y el robo sean parte de la doctrina anarquista ni obligación del anarquismo. Esas cosas son infundios de periodistas adocenados para epatar al simple burgués que suelta la mosca. O latiguillos mauristas que permiten al señor Pastor preparar una estropajosa ensalada de anarquismo, conjuncionismo y hasta monarquismo, «como en el caso del proceso Ferrer», para ofrecérsela al taimado conde de Romanones, actual y preeminente guardador del orden social. No hay derecho a tales extremos. Los ladrones y asesinos no son más que eso: asesinos y ladrones, tanto aquí como en la China. Con todos los respetos debidos para la irresponsabilidad y para la teoría de las causas sociales del delito, de que nosotros mismos somos mantenedores, la violencia, dentro o fuera de la ley, es la ley, es la violencia, y por tanto, es injusta, inhumana y bárbara. La repudiamos, la repudian todos los anarquistas. Robar a mano armada no es menos malo que robar con astucia, Matar, cualquiera que sea la finalidad, es siempre matar. No hay bandera que pueda cobijar tales iniquidades. Porque, en último caso, explicar ciertos hechos no es precisamente justificarlos. Es posible que haya asesinos y ladrones que se digan y hasta que sean realmente anarquistas. Pero es absolutamente seguro que hay ladrones y asesinos que se dicen y que son monárquicos fervientes, republicanos entusiastas, católicos a machamartillo, sobre todo. No hay bandido célebre que no lleve escapularios sobre el pecho. No hay desalmado que no muera contrito, abrazado a la fe del Cristo entre dos ladrones. Casi todos los forajidos son creyentes, respetuosos de las jerarquías, reverenciadores de todo lo alto, humano o divino. Sin ir tan lejos, entre los millones de hombres de orden, fastuosos hacendados dueños de pingües latifundios, de barriadas de viviendas, de enormes manufacturas, de ricas minas; ¿cuántos hombres honrados, verdaderamente honrados, podría contar el señor Pastor? A buen seguro que este meticuloso ciudadano se sentará todos los días, dondequiera que vaya, muy tranquilamente entre una docenita de respetables y respetuosos ladrones, de estimables asesinos que jamás osaron desafiar la ley y las costumbres. Pues los Bonnot y compañeros de fechorías trágicas, que dicen los rotativos, son harina de este mismo costal, sólo que invertido, y en eso estriba su principal delito. Nicolás Estévanez ha dicho de ellos que «no siendo más que unos personajes dignos de esta sociedad de asesinos y ladrones, se los llama injustamente anarquistas.» ¿Que hay quien los ampare, quien los acoge, quien los justifica? Los otros están amparados, justificados, hasta glorificados por la sociedad entera. No hay, por otra parte, horror, infamia, vileza que no pueda imputarse a todos los partidos y que no esté sancionada por la historia. Los horrores anarquistas, aun cargando con todo lo que quieran cargarnos los Sánchez de la ahíta burguesía, son tortas y pan pringado comparados con las gloriosas páginas de la Iglesia, todas las Iglesias, y del Estado, todos los Estados. La historia es un interminable cortejo de sangrientas, macabras hecatombes. Parecerá al señor Pastor este lenguaje asaz duro, brusco, grosero. No entra en los delicados moldes del eufemismo literario, del cretinismo mental de nuestros escritores, de nuestros despreciables periodistas a la violeta, llamar a las cosas por su nombre: ¡Ladrón, don Fulano! ¡Asesino, don Mengano! ¡Qué procacidad! Es preciso otro ambiente. Estévanez dice las grandes verdades desde París. Desde la misma capital de Francia, el genial Bonafoux pone en justo parangón la banda desarrapada que se juega la vida fuera de la legalidad, con la banda pulcra y digna que se la gana, al amparo de la ley, en combinaciones financieras que arruinan a millares de modestos ciudadanos que tienen el feo vicio de ahorrar. Desde París también, Gómez Carrillo escribe para «El Liberal» su hermosa crónica “Cuatro condenados a muerte”, que es una formidable requisitoria para un jurado que condena por indicios y condena a probados inocentes. «Salvar a un culpable -dice-, en la mayor parte de los casos, es ser justos». «Nada basta para contestar, cuando un hombre proclama su inocencia: Es culpable.» Estas cosas no las escribe ningún Sánchez. En fin de cuentas, es mucho más peligroso para la sociedad convertir el robo y el asesinato en una práctica consuetudinaria que infundirlos en una filosofía para uso y abuso de los que son bastante desdichados para necesitar justificarse ante sí mismos. Los ladrones y asesinos que no están en presidio nI trabajan en trágico, se pasan bien sin filosofías y sin justificaciones. Y triunfan. Tan claro y evidente es todo esto, que el mismo señor Pastor lo confiesa inconscientemente. Se trata, según él, de poner un nombre nuevo a cosas viejas, a delitos que han existido desde que hay humanidad organizada -¿qué es eso, señor Pastor?- y que tiene su sanción en todos los códigos. Se quiere sustituir la palabra anarquista por las de ladrón y asesino. Hay confusión entre la doctrina social y el delito común. Siempre, siempre, señor Sánchez Pastor. Pero ¿por qué, entonces, se dice al mismo tiempo que a la propaganda por el hecho de algunos anarquistas -casi explicable para el señor Pastor- sucede la que tiene por objeto apoderarse del dinero ajeno por medio del asesinato y que en España se hizo, hace tiempo, un triste ensayo de esta doctrina con la “Mano Negra” de Jerez? ¿Qué leyenda es ésa de propagandas que no existen y de ensayos archiprobados que no han existido? ¿En qué charco moja su pluma el señor Pastor? A la memoria nos trae el desbarrar sin tino de este buen hombre, la pícara casualidad que hace que la policía, en cuanto ocurre algún atentado político, no tropiece más que con estafadores, monederos falsos, ladronzuelos, etc., anarquistas. Y pasada la razzia, se acaban los delincuentes anarquistas y hasta se esfuman por arte de encantamiento los ladrones, los monederos falsos y los estafadores sin adjetivo político. * * * No se arrepentirían, señor Sánchez, los que usted llama fundadores del anarquismo teórico, si pudieran resucitar y ver los discípulos que han sacado, porque el anarquismo tiene tanto que ver con la banda Bonnot como con las otras bandas cuyos jefes ocupan puestos preeminentes en la sociedad; el anarquismo sabe bien que todas esas y otras violencias que vendrán son el fruto obligado de una organización social de expoliación y de muerte, de bandidaje metodizado. Si tenemos una condenación resuelta para todas las violencias, ¿por qué la habíamos de tener más dura para los vencidos de la vida, para los acorralados en la desesperación? La vindicta pública es inexorable para los miserables; demasiado clemente para los poderosos. No así nosotros, que no tenemos dos pesos y dos medidas. Y si hay, entre los que sufren, movimientos de simpatía para la delincuencia rebelde de los de abajo, ¿no será como un reflejo de aquellos otros que desde arriba amparan todas las infamias? ¡La rabia del vencido no es menos explicable que la del vencedor! De todas suertes, ladrones y asesinos, díganse del color que quieran, ladrones y asesinos quedan, porque no se trata de que los bienes de la tierra vayan a éstas o a las otras manos, sino de que todos puedan gozarlos. Por eso nos decimos socialistas (anarquismo es socialismo); por eso vamos contra todas las expoliaciones, contra todos los privilegios, contra todas las injusticias. Anarquismo es libertad y es solidaridad y es justicia. Ni es más ni es menos. ¿Qué vamos a hacerle si la realización de este supremo ideal ha de venir fatalmente pasando sobre horrores y violencias provocadas y excitadas por resistencias inhumanas? ¿Qué vamos a hacerle si los términos de la lucha se exacerban hasta el punto de que los instintos bestiales oscurecen la razón y borran el sentimiento de solidaridad humana? * * * Contra todas las violencias imputables al anarquismo, no pueden alzar la voz con justicia cuantos viven de expoliar y tiranizar al pueblo, cuantos le lleven a guerras feroces, cuantos a diario le aleccionan en la barbarie de la matanza y del latrocinio. Ahora mismo las naciones civilizadas están dando sangrientos, salvajes, horribles espectáculos. No hay palabras bastante enérgicas ni para calificarlos ni para condenarlos. ¿De dónde, pues, viene el ejemplo? Que respondan los voceros asalariados de la burguesía triunfante. Nuestra respuesta ya está dada; viene de los ladrones y asesinos que no son un peligro porque roban y matan a mansalva y con premio; no viene del anarquismo, que es la condenación terminante de todos los latrocinios y de todas las matanzas. (“EL LIBERTARIO”, núm. 31. Gijón, 15 marzo 1913.) EL CEREBRO Y EL BRAZO“¿Con que la función de pocero no es menos importante que la del sabio que investiga? Me parece que confundes lo importante con lo necesario. Lo importante es la función inteligente; lo necesario es el mecanismo que ejecuta.” Dije, con motivo de las idolatrías populares, en uno de los números de «El Libertario», poco más o menos lo siguiente: «Soy de los primeros en reverenciar las cualidades sobresalientes de los hombres; soy de los primeros en rechazar toda preponderancia aunque venga revestida de los mejores métodos. Nadie sobre nadie. Si hubiera primeros y últimos entre los hombres, el último de los productores sería tanto como el primero de los genios. El saneamiento de una alcantarilla no es menos importante que la más genial de las creaciones artísticas. Y si descendemos un poco, vale mucho más el pocero que limpia las atarjeas que cuantos, desde las alturas del poder y de la gloria, embaucan a la humanidad con sus bellas mentiras. »Natura no distingue de sabios e ignorantes, de refinados y zafios. Todos, igualmente, animales que comen y defecan. El desarrollo intelectual y afectivo puede constituir una ventaja personal y derivar en provecho común, nunca fundar un privilegio sobre los demás.» Tales palabras dije sin sospechar que un camarada anarquista se creyera en el caso, de redargüirlas. Me parecieron entonces puestas en razón; estoy ahora orgulloso de haberlas escrito. Este buen amigo, que me escribe un buen fajo de cuartillas para señalar errores míos, piensa tal vez que la vida llegará a ser un efluvio mental purgado de las groserías de la carne, y en esta hipótesis, nada científica, pese a la mucha ciencia de que hace gala, no encuentra cosa que le parezca importante si no es la misma inteligencia. El pocero, el zapatero, el sastre, el albañil, etc., son, a lo sumo, mecanismos necesarios para que los otros -los sabios y los artistas- coman y se regodeen. Antójaseme todo ello un resabio de educación, un prejuicio extraño en un anarquista y, todavía más, un exceso de reverencia para los productos del cerebro humano. Andamos tan saturados de idolatrismo, que no podemos asomamos a las puertas del saber y del arte sin quedarnos estáticos, humillarnos ante el genio y aun reconocernos nosotros mismos seres superiores apenas hemos logrado comprender cuatro quirománticas palabras explicativas de determinados fenómenos de la Naturaleza. Allí donde leemos la palabra ciencia, nuestra fe se prosterna ante el nuevo ídolo. Mas si logramos transponer los umbrales del templo, si en nuestro anhelo de sabiduría conseguimos penetrar analíticamente la entraña de los más firmes conocimientos, ¡cómo se derrumban entonces nuestros ensueños, nuestros castillos de naipes! La fe flaqueará ante el artificio patente, ante la hipocresía falsa, ante la solución provisional que no soluciona nada. Hay en la ciencia más convenios y más acomodamientos que verdades conquistadas. Acaso brota de mi pluma modestísima una herejía. ¡Perdón, entonces, oh manes que nada ignoráis! Pero es lo cierto que la vida no se compone de sabidurías sino de necesidades y de satisfacción de necesidades. El trabajo es necesario y es importante, tan importante, que sin él pereceríamos. Sin sabios, no. La apreciación de los mecanismos necesarios es una vulgaridad de filisteo que no debe manchar los labios de los anarquistas. La distinción de brazo y cerebro es un comodín de la burguesía para mantener disimuladamente en servidumbre perpetua al que trabaja. No hay, de mi parte, confusión entre lo importante y lo necesario. Hay, si acaso, insuficiencia de expresión, porque la obra del pocero, del sastre, del mecánico, etc., es necesaria e importante al mismo tiempo. De la ruda labor del brazo vivimos todos, los ignorantes y los sabios. De la cómoda labor de éstos, vive el que puede. No llegan los frutos de su ciencia a la multitud ineducada y zafia; no llegan sus espléndidas luces al fondo del pozo minero, al antro industrial, a la covacha miserable del asalariado. Lo necesario y lo importante es producir y es consumir, esto es, vivir. Natura no distingue de sabios e ignorantes. Ante ella no hay más que animales que comen y defecan. ¡Qué burdo, qué antiartístico, qué falto de elevada ciencia metafísica es todo esto! ¿Verdad, mio caro? No se crea que por ello desdeño el arte y la ciencia, que menosprecio el genio, que reniego de la inteligencia. Brazo y cerebro, no acierto a verlos escindidos. Donde se trabaja, se piensa. Diremos con Proudhon: el que trabaja filosofa. No hay funciones separadas, contradictorias, sino una sola función que se traduce en pensamiento y en hechos. La rutina quiere que veamos en algunos hombres seres privilegiados y hemos inventado el sabio como hemos inventado el hechicero, el augur y el sacerdote. El desdichado pocero es aun para este camarada anarquista nada más que el mecanismo necesario. El sabio, si es sabio, y precisamente por serIo, no se piensa él mismo más importante que el pocero. ¡Somos nosotros los que nos empeñamos en ponerlo sobre un pedestal! Cuanto más nos adentramos en el laberinto de los conocimientos, más y mejor nos damos cuenta de nuestra insuficiencia. Se necesita del idolatrismo atávico. A veces el solo título de un libro nos sojuzga y no tardamos en rendir fervoroso culto a su autor. Idolátricos, idolátricos y nada más que idolátricos. Miramos a través de este prisma todas las cosas. ¿Cómo habríamos de considerar más importante la obra de millones de hombres que limpian atarjeas, deshollinan chimeneas, hacen zapatos, labran las piedras, perforan las montañas, que la de un núcleo de afortunados que a cambio de unas cuantas verdades nos han regalado todas las grandes mentiras que han labrado, labran y aún seguirán labrando por algún tiempo todos los infortunios humanos? El hombre es su propia función y su propio mecanismo. ¿A título de qué habrán de ser unos brazo y otros cerebro? Brazo y cerebro son partes de un todo armónico que llamamos hombre. En el reino de la Naturaleza todos los hombres son equivalentes, cualesquiera que sean las diferencias orgánicas que los distingan. De la desigualdad nace precisamente el principio de la igualdad social: que cada uno pueda, según sus aptitudes de desenvolvimiento, desenvolverse sin trabas ni cortapisas. Conceder mayor importancia al cerebro que al brazo es reconocer un privilegio como otro cualquiera. La anarquía los repudia todos. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 8. Madrid, 11 julio 1913.) INCONVENIENTES DE LA FILOSOFÍA BARATASi Cristóbal de Castro, que cultiva en «Heraldo de Madrid» la filosofía barata, fuese algo más que un zurcidor fácil de cosas ligeras, seguramente no hubiera escrito unas cuantas tonterías acerca de la irresponsabilidad, como lo ha hecho en el número correspondiente al día 14 de los corrientes. Se necesita algo más que la literatura ramplona y vulgar del periodista de oficio y también que la simple lectura, por curiosidad, de un par de libros, para filosofar sobre materia de suyo ardua. A centenares podría haber consultado libros el cultivador de la barata filosofía, aunque tal vez hubiese sido ello de la misma negativa eficacia, porque no hay poder bastante que contrarreste los efectos de una educación mental rutinaria, adocenada y torpe. Se concibe la sorpresa de estos rumiadores de cosas caducas ante el veto de la ciencia a la confabulación de leyes, magistrados, testigos, pruebas y contrapruebas. Se concibe precisamente por incultura manifiesta y además por servil acatamiento a todo lo estatuido de cuantos están en el mundo por el placer de hacer la pascua al prójimo; si este prójimo no es de los consagrados por los prejuicios de casta, de doctrina y de conducta. La ciencia no condena ni absuelve; Cristóbal de Castro dice una majadería cuando afirma lo segundo y supone que la declaración de irresponsabilidad pone al delincuente en la calle y en libertad de seguir dañando a sus conciudadanos. La dice mayor cuando establece la indefensión de la sociedad. El determinismo está de tal modo establecido y comprobado, no sólo en la ciencia de hoy, sino también en la ciencia de ayer, que ponerlo en duda equivale a declararse incapaz de ciencia y conocimiento. Ante la Naturaleza, ante las leyes físicas, no hay, no puede haber más que acciones resultantes de una ecuación entre los factores medio social y medio individual, entre todo lo que constituye el mecanismo universo. Cada cosa sucede por motivos que están en el sujeto y alrededor del sujeto. No hay fatalismo, sino concurrencia de causas, determinismo, variable hasta el infinito de motivos. Cada cosa está sucediendo en cada momento. Hablar de castigos y de penas es un anacronismo muy del agrado de leguleyos y de filisteos. Pero, ¿de dónde saca la filosofía barata que en virtud del determinismo ha de absolverse al que roba y al que mata, quedando indefensa la sociedad? Socialmente, todo hombre obra como si fuera dueño de sus actos; de ello es responsable ante sus semejantes. Por lo menos, tienen las sociedades el derecho de guardarse y defenderse de todo cuanto les dañe. Y cuando la ciencia enseña que la libertad de nuestros actos es una ilusión, la sociedad viene obligada a preservarse del talión atávico, de la aplicación de penas y castigos que suponen la maldad voluntaria, aun cuando, naturalmente, continúe defendiéndose de todo género de actos antisociales. El cómo y cuándo de esta defensa no es aquí lo esencial. Mientras la sociedad es una convención contraria a la Naturaleza, según reconoce el mismo Cristóbal de Castro, la ciencia es una convención, o más bien se funda en convenciones, de acuerdo con la Naturaleza. El determinismo, es, pues, de orden natural; está en todas las cosas; en las grandes y en las pequeñas. ¿Se pretenderá que el Derecho con sus categorías desconocidas en la Naturaleza, sea algo más que un forzamiento, que una imposición, que una violencia al orden natural de todas las cosas? Por vivir fuera de él, la convención social es abusiva y el Derecho una disciplina arbitraria que los poderosos imponen a los desheredados. En fin de cuentas, todavía hay de parte del determinismo una moral social que escapa a la penetración de los togados. La moral de los códigos y de las leyes es una moral de malvados. Supone, reconoce las mayores monstruosidades voluntarias. El libre albedrío, en que se funda, nos hace pensarnos capaces de los más grandes horrores. Cada hombre piensa de otro que es una fiera. Cada uno está pronto a serIo. Herencia, educación, medio social, todo concurre a este fin. Tenemos una moral de bandoleros. El determinismo implica el mal involuntario. Cada monstruosidad social corresponde a una monstruosidad física o psíquica. Cada hombre puede pensar a su semejante, contrahecho, enfermo, loco, lo que fuere, menos malvado. Cada hombre aprende a estimar así a los otros hombres, sus iguales; a compadecerlos si le son inferiores por deformaciones físicas o psíquicas. Cada uno está propicio al bien, a los sentimientos nobles. La herencia, la educación, el medio social deberían y podrían concurrir a este fin. Tendríamos una moral de hombres. Pero, ¿cómo meter estas cosas en las duras molleras atiborradas de códigos, de leyes, de reglamentos, a las que basta citar a Lombroso por rutina y leer un par de libros por curiosidad? Sería una contradicción con el determinismo que detestan y del cual son esclavas sin redención posible. De nacimiento están condenadas a rumiar cosas caducas y a musitar canciones bárbaras. Y a odiar todo lo que sea ciencia, humanidad, amor, porque son por dentro la bestia de los siglos con el barniz exterior del hombre civilizado. Entre los inconvenientes de la filosofía barata, no es el menor el de desbarrar sin tino. Parapetada en todos los prejuicios de casta, en todas las ñoñeces universitarias, ni en hipótesis admite la posibilidad de redención para la humanidad. Las voces de la ciencia, son voces en desierto. Las apelaciones humanitarias, ennoblecedoras, generosas, delirios utópicos. El hombre fiera es la obsesión de la bestia legalista y patibularia; es el prejuicio escolástico; es la herencia histórica; es la maldición que persigue a la especie y la degrada y la deshonra. Más allá de esas ranciedades, quiera que no la filosofía -cara o barata- hay razón, hay sentimiento, hay lógica, hay ciencia. Y todo eso dice una cosa muy sencilla: que no hay efecto sin causa. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 10. Madrid, 25 julio 1913.) |
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