TEMAS SOCIOLÓGICOSLA HIPÉRBOLE INTELECTUALISTAOBREROS INTELECTUALES Y OBREROS MANUALES Es moda lamentable la de distinguir con vocablos fuera de uso y también de todo sentido real, ciertas ocupaciones o determinadas preferencias personales. Está en boga actualmente la palabra intelectual aplicada a literatos, publicistas, hombres de estudio, etc. Tan bien ha sentado a los favorecidos aquel dictado, que hasta periodistas de la más modesta condición, hombres que se precian de demócratas, de socialistas y aun de anarquistas se llaman a si mismos o se dejan llamar, con no disimulada complacencia, intelectuales. Piénsenlo o no, establecen de este modo novísima e injustificada diferencia social; crean una nueva casta, modernizando el detestable pasado; propenden a instituir nueva idolatría en estos tiempos de fermento igualitario, de costumbres democráticas, de total derrumbamiento de todos los altares. Aparte la falta de sentido y hasta la incorrección de la palabra, ¿a titulo de qué ha de ser distinguido cualquier hombre por consagrarse a trabajos más o menos dependientes del ejercicio de las facultades mentales? ¿No es, por el contrario, el trabajo una gradación insensible de lo menos cerebral a lo más cerebral, sin que en ningún caso quede del todo excluida cualquiera de las dos formas de la actividad? La aristocracia del talento parece asomar tras ese vocablo altisonante que debieran aborrecer todos los hombres de verdadero mérito. El individuo que no hiciera más que pensar, sentir, sumirse en la contemplación de la belleza o en los arcanos de la ciencia, sería poco menos que inútil a la sociedad en que viviera. Sería un fenómeno, un aborto, y no tendría, en verdad, de qué envanecerse. Inteligencia pura, como si dijéramos, espíritu puro; cerebro sin músculos y órganos que lo sustenten, sin nervios y sin materia que le dé plasticidad y vida: he ahí tal vez la soberbia idea que de sí mismos se forjan aquéllos a quienes place el dictado de intelectuales. Y, sin embargo, ellos saben bien que un hombre, no en esas condiciones, sino simplemente en las del ejercicio cerebral excesivo, no puede ser más que un desequilibrado, un enfermo, y que sólo por raro caso brotan los genios, los sabios, los artistas, los que llegan a las cumbres más elevadas del pensamiento y de la belleza. Saben bien que no hay trabajo exclusivamente intelectual como no lo hay exclusivamente material: que, más o menos, escritores, artistas y sabios trabajan manualmente con la pluma, con la paleta, con el buril, con el instrumento de investigación, con la herramienta de operaciones. ¿No es en realidad petulancia de mal gusto esta exageración del intelectualismo, y perdóneseme la palabra? En el fondo de la cuestión alienta profundo desprecio por el trabajo eminentemente útil. No son ciertos pretendidos obreros intelectuales de la madera de aquéllos que entonan himnos gloriosísimos a la industria del hombre; no son de la cepa de los que escriben «Germinal» y «Trabajo»; no son de los que desde la altura de un Fourier tienden la mano amiga al desdichado pocero para mostrarlo a la sociedad como uno de sus miembros más útiles. Se quiere la distinción bien marcada entre la semi-holganza de una parte de las clases directoras (literatos, artistas, etc.) y la durísima labor diaria de la multitud. Y como si para labrar una piedra, echar unas medias suelas o forjar una pieza cualquiera de hierro no fuera necesario aguzar el entendimiento, pensar y discurrir y hasta sentir la parte bella de la obra, trázase fuerte divisoria entre los llamados obreros manuales y los pretendidos obreros de la inteligencia. Si se nos observa que el llamado obrero manual apenas perfecciona sus obras y se nos habla del automatismo de sus funciones productoras, recordaremos que es la ley de la concurrencia en que vivimos la que le obliga a producir mecánicamente atendiendo más a la cantidad que a la calidad. Y recordaremos también que en las tareas del escritor y del artista no falta, sino que entra, por mucho, ese mismo automatismo que, a ser sinceros, confesarían los más de los intelectuales. Asalariados siempre aquéllos, asalariados muchas veces éstos, tienen ambos en realidad comunes intereses; necesidades, si no iguales, análogas. Los sentimientos y las ideas los dividen, que no la naturaleza de sus ocupaciones. Cierto que el pueblo tiene ojeriza de los señoritos, que el obrero del taller y el obrero del campo odian al obrero de mostrador o de escritorio, odian colectivamente a los que se llaman clases acomodadas. Mas ¿no desprecian éstos a aquéllos? ¿No hay entre dichas clases acomodadas, sean o no intelectuales, desdén arraigadísimo para la blusa, para el trabajo? Desde el más humilde especiero, desde el más almibarado hortera, hasta el más conspicuo burgués, todos sienten menosprecio, no disimulado, por el pobre jornalero. Los mismos que hacen la corte, desde las columnas del periódico o las páginas del libro a las clases trabajadoras, ¿no participan en su mayoría de tal desdén? Es menester hablar el lenguaje de la sinceridad. ¡Cuántos se sentirían molestos, casi deshonrados, si en la vida pública les detuviera uno de esos desharrapados a quienes dicen defender! Entre el odio y el desprecio preferimos el odio, lo preferirá toda persona de mediano sentido. El odio es un sentimiento de igual a igual; el desprecio, un sentimiento de superior a inferior. El odio enciende el odio, la represalia; el desprecio humilla, confunde, anonada. Todo ello tiene explicación en el antagonismo de los intereses. No somos solidarios en el convivir; menos lo somos en el trabajo y en los goces de los frutos del trabajo. Por otra parte, la mayoría de las gentes ilustradas sigue considerando el trabajo como una maldición, como una mancha. Y no son los denominados intelectuales los que menos participan de esta detestable opinión, aun cuando no lo confiesen. Mas, a pesar de todo, los sentimientos e ideas populares, no cabe negarlo, van francamente hacia la fusión de las clases. Prescindiendo de la influencia del socialismo y de la de sus propagandistas, el pueblo en general tiende a borrar toda distinción y aspira a la igualdad por la elevación de las condiciones y el desarrollo de la inteligencia. Lo que queda contrario a esta tendencia, ya lo hemos dicho, es fruto de la oposición de los intereses. ¿Puede decirse lo mismo de los sentimientos e ideas de los intelectuales? Creemos que no. Lo prueba su mismo afán por nuevas distinciones. Cualquiera que sea su profesión de fe, arcaica o progresiva, no ven en el pueblo sino al inferior a quien tienen el derecho de dirigir. Teóricamente afirmarán los mayores atrevimientos, pero revelarán a seguido que no se sienten ni se piensan iguales ni aun al culto obrero que sabe algo más que el mecanismo de su arte o industria. Pocos serían capaces de la exclamación de Proudhon cuando su editor se disculpaba por haberle confundido con un deshollinador: « ¡También yo soy hombre de oficio!» De estas consideraciones generales no se deduce, por cierto, que no haya hombres de inteligencia, artistas de valía que se sientan, iguales a los demás hombres y pongan al servicio del pueblo sus talentos. Pero no se pagan de hiperbólicos dictados ni persiguen el éxito ruidoso o sienten el aguijón de conquistar renombre y trepar a las más altas posiciones. Son más modestos, precisamente porque valen más. Si examinamos la actitud de los intelectuales con relación a los obreros militantes del socialismo y del anarquismo, veremos que la divergencia se hace más profunda. Pretenden aquéllos que los trabajadores que se ocupan de su emancipación se lo deben todo, y, no obstante, menosprecian o rechazan su concurso. Ni es cierto lo uno ni lo es lo otro. Precisamente son los militantes del socialismo genéricamente hablando, los que con más ahínco propagan entre el pueblo ideas contrarias a toda diferencia entre obreros intelectuales y obreros manuales. Para los socialistas no hay más que asalariados de un lado, cualquiera que sea su profesión, y explotadores de otro. Son, por tanto, compañeros todos los asalariados, primero por la comunidad de intereses, después por la solidaridad de opiniones. Frente al proletario, los burgueses (capitalistas, gobernantes, legisladores, etc.), son, para el obrero socialista, el enemigo. Y aun si el burgués comparte las opiniones y los sentimientos del obrero, no es la lucha de clases ni la doctrina social obstáculo para que el burgués sea bien acogido. Sobre todo los anarquistas declaran continuamente que la emancipación será obra de los hombres de buena voluntad. Prueba de que no se rechaza el socialismo a los llamados obreros de la inteligencia es el gran número de literatos, publicistas, artistas y pensadores que militan tanto en el campo del socialismo autoritario como en el del socialismo anarquista. Hombres de posición social figuran asimismo en ambos partidos y gozan unos y otros de la estimación de los trabajadores del taller y del terruño. No es menester citar nombres. Españoles y extranjeros, son muchos los de excepcionales condiciones conocidos como socialistas y anarquistas. Insistir, pues, en la supuesta prevención hacia los obreros intelectuales, nos parece perfectamente inútil. Es evidente, por otra parte, que las clases populares tienen para los hombres de talento que han trabajado o trabajan por ellas, reconocimiento muy vivo. Tal vez se los reverencia demasiado. Porque, en fin de cuentas, es indigno que en cuestiones de justicia y de humanidad debidas, se aplique la teneduría de libros y se pretenda cobrar réditos. Cuando decimos que un hombre lucha y se sacrifica por el pueblo, haríamos bien en decir que lucha y se sacrifica por la equidad. Simplemente esto y nada más. Así no habría quien se proclamara acreedor perpetuo del pueblo, olvidando que el pueblo es quien hace los grandes hombres, quien los encumbra, quien los glorifica. Y aun sin esta consideración pudiera decirse a los intelectuales que tal hablan, que no conocen ni siquiera superficialmente el movimiento obrero moderno. Podrá estar el punto de partida del socialismo en Fourier, Cabet, Marx, Bakunin. etc., pero la inmensa labor socialista que da ahora tan prodigiosos frutos débese a las masas obreras, ignorantes de filosofías trascendentales y de complicados economismos. Es el resultado de su espíritu práctico unido a sus maravillosas intuiciones de la verdad y del bien. De las obras de aquellos pensadores, uno por mil de los obreros militantes, conocerán algunas, no la totalidad de ellas. Aun los mismos periodistas y oradores del socialismo es seguro que no las conocen todas. De modo que el trabajo realizado por las innumerables asociaciones políticas y de resistencia en que se agrupan los obreros, débese, no a los intelectuales de nuestros días, no tampoco a aquellos hombres eminentes que grabaron en sus libros inmortales los principios del socialismo, sino, lo repetimos, a los propios obreros que experimentalmente han ido dándose una doctrina y una organización. Que el alma de los grandes pensadores del socialismo está en ellos, ¡quién lo duda! ¿Qué deben, pues, los obreros socialistas a los intelectuales, cuando son éstos los que empiezan ahora a ir a remolque de aquéllos? Las mismas leyes protectoras que han promulgado algunos Estados, ciertas campañas de la prensa, ¿qué son sino la resultante de la gran presión ejercida sobre todos por las organizaciones obreras? En cambio pudieran decir los obreros que deben a los intelectuales, en Francia, las llamadas leyes malvadas; en España y Portugal, las leyes excepcionales contra los anarquistas; en Italia, el domicilio coatto. ¿No fueron la resultante de inicuas campañas en que se perdió toda noción de justicia y de humanidad? Vivieran los intelectuales de nuestros días la vida del socialismo obrero, y no formularan opiniones que revelan a un mismo tiempo sus pretensiones y su ignorancia. Todas sus lecturas de autores antiguos y modernos no pueden darle la aproximación siquiera de la realidad socialista. A lo más tendrán noción de lo que es el socialismo como la tendría del mar quien lo contemplase en un buen cromo. Pero es menester embarcarse, asomar cuando menos a la costa para admirar el grandioso espectáculo que ignoran las gentes de tierra adentro. Acérquense a los obreros sin aires de dómine, y el obrero los acogerá con aplauso. Lo que ocurre frecuentemente es que los señores intelectuales no toleran que se les discuta, pretenden que se les escuche y se les siga sin crítica; pero el obrero que no está para aguantar tan molestas moscas, se las sacude rudamente y prosigue su camino. Sobre las ruinas de todas las aristocracias no consentirá que se alce la aristocracia de la pluma. Si hay hombres de fe sincera en el porvenir entre los que se llaman intelectuales - que sí los habrá -, que trabajen generosamente lo que crean justo sin exigir que nadie se les someta, ni tolerar ningún género de sumisión y mucho menos demandar gratitudes, no sólo discutibles, sino también inadmisibles. Esto es lo honrado. Es absurda la distinción de obreros intelectuales y obreros manuales. Todo hombre tiene necesidad y debe trabajar de una manera útil para sí o para sus semejantes. En la realización del trabajo no hay más que iguales: productores. El que no produce es un zángano. Que saque la consecuencia quien quiera. La hipérbole intelectualista, a más de ridícula, es indigna de hombres que se estimen. El talento no necesita heraldos ni motes. Una virtud sencilla y modesta vale más que todos los ditirambos de la sabiduría cursi. Seamos sencilla y modestamente virtuosos. (“NATURA”, núm. 1. Barcelona, 1° octubre 1903.) LA LUCHA DE CLASESNo se puede sostener con razón en nuestros días que la contienda social se encierre en los términos de lucha de clases. El socialismo contemporáneo arranca, es cierto, de la afirmación rotunda de esa lucha, y en el espíritu exclusivista de clase se amparaba y se ampara. Mas en el correr del tiempo, la evolución de las ideas se ha cumplido y estamos muy lejos de las murallas chinas que partían por gala, en dos a la sociedad humana. A la hora presente, hay más socialistas y anarquistas en la clase media modesta que en las filas del proletariado. Los obreros, en general, permanecen inconscientes de sus derechos, dormidos para las aspiraciones emancipadoras, interesados a lo más por pequeñas y discutibles ventajas de momento. Los militantes obreros del socialismo y del anarquismo son, por lo regular, gentes escogidas por su ilustración, por sus gustos, por su peculiar intelectualidad. Pero fuera de esta pequeñísima minoría, el socialismo y el anarquismo tienen el núcleo principal y más numeroso de sus adeptos en el mismo seno de la burguesía. La literatura social, el libro y el folleto de propaganda, están hoy en todas las bibliotecas modestas o suntuosas de la clase media, mientras faltan en la mayoría de las casas obreras. A cuenta de nuestros tiempos puede abonarse el éxito enorme de la literatura social en estos últimos años, y ha sido precisamente la pequeña burguesía quien ha coronado con el más brillante triunfo los esfuerzos del proselitismo. En el terreno de los intereses, las líneas fronterizas se borran cada vez más. Es difícil señalar dónde acaba un particularismo y empieza otro. Las luchas sociales agitan y suscitan una multitud de cuestiones imprevistas: entrelazan y mezclan los más opuestos bandos, y provocan frecuentemente antagonismos inesperados, que cambian por completo la faz de las cosas. Una simple huelga que comienza interesando únicamente a un oficio cualquiera, conmueve a lo mejor a la sociedad toda, generalizándose la contienda; se dividen o se juntan las opiniones, se exasperan los egoísmos, se exaltan las pasiones, y a veces, lo que proviene de una insignificante diferencia de dinero o de tiempo, se trueca en profundo problema de ética, que galvaniza y sacude fuertemente todas las energías humanas. Por otra parte, la misma organización capitalista ha producido un sedimento de rebeldía fuera del campo societario y socialista. No sólo las ideas de emancipación aprendidas en el libro, el periódico o en el mitin, sino también el anhelo, el vivo deseo, casi la voluntad firme de emanciparse ha surgido entre la numerosa clase situada entre la espada del obrerismo y la pared del capitalismo. Abogados, médicos, literatos, artistas, ingenieros, pequeños industriales y comerciantes, todos los que viven a la burguesa, sin el dinero que posee la verdadera burguesía, sienten el socialismo más vivamente que muchísimos obreros, y si bien no se suman al movimiento de emancipación, si no militan en las filas de la revolución, hacen ellos más por la difusión de las ideas que la mayoría de los que se dejan llamar socialistas sin entender una palabra de socialismo. Acaso el atavismo de clase pese sobre ellos; pero indudablemente es también que del otro lado hay todavía parapetos y reductos que no permiten penetrar en la fortaleza a quien no conozca bien la contraseña. Acaso también sucede que la manera socialista obrera, que tiene mucho de exclusivista, mucho de mecánica y mucho de rebaño, no cuadra bien a gentes a quienes interesan más las cuestiones de idealidad que el magno problema del pan. Porque de cualquier manera que sea, y nos referimos ahora a la pequeña burguesía inteligente, estudiosa y trabajadora, estos elementos sociales habituados al individualismo ambiente, no se conforman de ningún modo con el régimen de disciplina y ordenancista del socialismo autoritario, ni tampoco con las osadías del anarquismo y riñe de frente con todo lo estatuido. Hay una solución de continuidad que imposibilita por el momento la formación de un gran núcleo social, pronto al asalto y a la batalla por el porvenir presentido. En los mismos movimientos obreros suele ocurrir que una huelga determinada despierta grandes simpatías entre las clases medias, mientras la masa general de los obreros la ve con indiferencia, o una parte de esa misma masa traiciona a los luchadores. Poco a poco va infiltrándose en el socialismo, cualquiera que sea su manera, la tendencia a los movimientos de interés general como la huelga de los inquilinos, la fiscalización del peso del pan y de la calidad de los alimentos, la resistencia a la fabricación de productos nocivos, etc. Todos estos hechos y otros que pudiéramos señalar hacen patente el decaimiento del espíritu de clase y nos muestran que el campo de lucha se ensancha por momentos. Y es que a la postre, aun cuando el materialismo histórico sea el punto de partida, aun cuando la seguridad del pan para todos, la gran cuestión de las cuestiones, toda contienda humana acaba necesariamente en una cuestión de ética, de idealidad, por lo mismo que acaso lo de menos para la mayoría de los hombres es la satisfacción de las necesidades materiales. Por eso nosotros, anarquistas, podemos y debemos decir: “La revolución que nosotros preconizamos va más allá del interés de tal o cual clase; quiere llegar a la liberación completa e integral de la humanidad, de todas las esclavitudes políticas, económicas y morales”. (“TRIBUNA LIBRE”, núm. 3. Gijón, 8 mayo 1909.) SEÑALES DE LOS TIEMPOSHace un momento, plantado en la acera, gritaba descaradamente un muchacho de diez o doce años: -- « ¡A mí no me explota nadie!» No sé a quién ni por qué lo decía. Pero un rechoncho filisteo vociferó iracundo: -- ¡Golfo, sinvergüenza, granuja! -- « ¡A mí no me explota nadie!» Eso, dicho por un mocoso, es toda una revelación de los tiempos que llegan. Es posible que ciertas ideas no hayan sido bien comprendidas; tal vez la propaganda de la buena nueva no trascendió más allá de un pequeño grupo de creyentes; quizá la lucha no abarca todavía las amplitudes de la revuelta general contra los poderosos de la tierra; pero el ambiente está saturado de la idea madre hasta tal punto que un muchachuelo puede gritar: « ¡A mí no me explota nadie!» y mientras estas grandes palabras corren de boca en boca repetidas por hombres, mujeres y niños, no importa que haya desmayos en la lucha, tibiezas en la propaganda, claudicaciones en la ideología. Todo lo indeterminada que se quiera, la sustancia de las reivindicaciones sociales se hace verbo de las multitudes, y ello anuncia que los tiempos llegan en que la gran obra a cumplirse a pesar de la ignorancia popular de todos los ismos y de las divergencias doctrinales que escinden los partidos y las agrupaciones obreras. No importa tampoco que se retuerzan las ideas, se falsifiquen los propósitos y se doblen los hombres a la ambición o a la vanidad: quedará siempre irreductible en las multitudes la firme convicción de que no han de ser explotados, la voluntad resuelta de no dejarse explotar, y esa convicción y esa voluntad harán todo el resto que no han logrado realizar los partidos y las doctrinas. Es un estado de alma producido por las propagandas y luchas sociales, es una resultante fatal e inevitable; fatal e inevitable así mismo su traducción en hechos inmediatos que renovarán el mundo más pronto de lo que muchos creen. -- «¡A mí no me explota nadie!» He ahí hermosamente, enérgicamente resumida la situación social por encima de los pesimismos y de los impacientes y de las vanas esperanzas de los que explotan. Esas bellas palabras son señales de los tiempos que llegan, de los tiempos en que van a ser liquidadas todas las cuentas, ¡oh, poderosos de la tierra, soberbios explotadores, fantasmones que gobernáis, necios todos que aún imagináis que vuestro reinado durará por los siglos de los siglos! Meditad bien esas palabras y luego, si os place, gritad: - « ¡Golfo, sinvergüenza, granuja!» (“SOLIDARIDAD OBRERA”, núm. 28. Gijón, 29 octubre 1910,) SOCIALISMO AGOTADOMe pide un compañero en su nombre y en el de otros amigos, aclaración a palabras que dije en mi artículo sobre las conferencias de Maeztu y Alomar (1). Suponen que afirmé la bancarrota del sociologismo revolucionario; y aunque ello no es así, aprovecho la ocasión que me brindan para desenvolver la afirmación que entonces hice respecto a esa materia. Literalmente dije: «No ya el filosofismo alemán, el sociologismo de los Marx, Engels, Bakunin, Kropotkin, etc., actualidad vivida ayer mismo, está pasando a la historia en estos instantes. El pueblo toma la palabra y, en pleno practicismo social, se lanza a la acción por su cuenta y riesgo. Todas las teorías actuales no tienen más valor que aquél que brota de los hechos. Con actos se propaga, se demuestra, se convence.» En esas palabras no hay más que la afirmación de un aspecto de las contiendas de nuestros días. Así como el filosofismo tuvo su preponderancia y su tiempo y se agotó al vaciarse en las prácticas de la vida ordinaria, así el sociologismo está agotado a estas horas después de haberse difundido entre las multitudes. No tuvo el filosofismo una realización; no la tiene el sociologismo. La evolución es, en los dos casos, un fenómeno de expansión y de dispersión. Las ideas se fragmentan, se entremezclan, penetran las multitudes y luego se esfuman al punto de parecer perdidas. La literatura sociológica es todavía actual, pero su pujanza enorme hizo su época. Son recientes, más totalmente pasados los tiempos en que el sociologismo dominó en absoluto la vida entera. Prensa, libros, hombres políticos, hombres de estudio, proletarios y propietarios, todo estaba influido, casi sojuzgado por las diversas teorías sociales que perentoriamente solicitaban la radical modificación del mundo. Un momento pareció inmediata la más honda transformación de la vida social. ¿Qué queda de todo eso? Arriba nada; abajo todo. Todo diluido, pugnando por el éxito experimental, por la comprobación práctica. El proletariado otra vez solo en su fe revolucionaria, apenas lee, apenas estudia, apenas discute; su anhelo es la acción. ¿Sabe cómo, por qué y para qué? De momento no discierne. Sus prácticas son contradictorias, ambiguas, a veces dañosas. Es ficticia la delimitación de escuelas, la oposición de doctrinas. Se opera simultáneamente de muy diferentes maneras y no es raro ver a los que presumen de revolucionarios actuando como moderados y a los moderados como revolucionarios. Si hay oposición, si se discute, si se pelea, no es por doctrinas sino por aplicaciones. El practicismo lo llena todo. Los trabajadores no se han librado de esta característica de los tiempos. ¿Es un mal? ¿Es un bien? Es un hecho. El sociologismo está agotado. «La actualidad vivida ayer mismo está pasando a la historia en estos instantes.» Han construido los hombres de estudio, almas grandes del ideal, sus edificios suntuosos de bienestar humano y ahora son las multitudes las que afanosas buscan realizaciones parciales, traducciones vivas de la letra muerta. Y al contacto de la realidad se falsean las ideas, se corrompen los principios, se tuercen los propósitos, se descomponen los partidos, claudican los hombres. ¿Por eso hay quien habla de decadencia? Decadencia no; tampoco bancarrota. Transición; período de acomodamiento a la nueva sustancia; época de tanteos en busca de una orientación definitiva. Más cerca ahora que antes de la más honda de las transformaciones de la vida social. De los libros hace ya tiempo que se puede entresacar un resultado, una constante finalidad. De los hechos todavía no. Ahora se actúa en este sentido. Las contiendas sociales adquirirán nuevas formas, tomarán nuevos rumbos. Acaso rebasen la lucha de clases, se salgan de los viejos moldes partidistas, superen las previsiones de los filósofos. Estamos en pleno período experimental. El pueblo trabajador ha tomado la palabra, y por su cuenta y riesgo se lanza a la acción. En final de cuentas él nos dará pronto o tarde, el hecho social, traducción o no de ésta o aquélla teoría, trasunto sí, e indudable de todo el contenido del sociologismo agotado. En este problema de orientación hay ancho campo para todas las actividades y también para todos los ideologismos. Laboremos incansables por el advenimiento de la realidad prevista por los Marx, Engels, Bakunin, Kropotkin, etc. En marcha hacia el porvenir, no es éste sino un momento necesario de la larga caminata. No en otro sentido he dicho que el sociologismo está pasando a la historia en estos instantes. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 11. Gijón, 27 enero 1911.) ____________________ (1) Véase el artículo «Dos conferencias Maeztu y Alomar». LIBERALISMO E INTERVENCIONISMOLloraba hace días, en tonos irónicos, un publicista de renombre la muerte del liberalismo. El ocaso de los himnos arrancábale lamentables consideraciones. Y un si es no es abusivo daba por sepultadas muy grandes cosas reservadas en lo porvenir al patriarcado de los mejores. Los mejores son los intelectuales, los únicos dignos de la ciudadanía. Todo lo demás es servilismo puro. El poco cacumen de nuestras más precIaras inteligencias les hace decir enormes tonterías. No es de ahora la muerte del idealismo político a lo Víctor Hugo y a lo Castelar. Hace tiempo ya que la «Marsellesa» y el «Himno de Riego» han pasado a mejor vida. Del liberalismo de la escuela de Manchester sólo pueden hablar las gentes vetustas que no viven la vida actual. Y el famoso triángulo «Libertad, Igualdad, Fraternidad», fue a parar un buen día al rastro de las naciones civilizadas. Cachivaches de antaño, su sola evocación resulta arcaica en nuestros tiempos. Bajo la influencia de las demandas de la turba grosera que, según el publicista de referencia, hace imposible la emancipación, las clases directoras han tenido que cambiar de instrumento. El liberalismo verdad era la ruina inmediata y adoptaron el intervencionismo. En rigor hacen ahora lo mismo que antes. Todo para y por el Estado. «Al Estado la única, la total, la intangible soberanía». Proudhon y Godwin eran visionarios. Spencer un mentecato. Reclus, Kropotkin y otros tantos, locos de atar. Ahora estamos en lo cierto: Asquith y Lloyd George son los ídolos del intervencionismo. No hay motivo para excluir al gran Canalejas. El Estado ha intervenido siempre a favor de los suyos. Interviene también en nuestros días en pro de sus más caros mantenedores. ¿Cómo proceder de otro modo? Mientras no fue temible el poder de abajo, era prudente el consejo liberal, la etiqueta del dejar hacer, dejar pasar. Cuando el poder de abajo se hizo sentir, fue más prudente aún mediar en la contienda, adoptar aires protectores, programas sociales. Se transigió con el mal menor. Lo esencial era conservar el dominio de las cosas y de las personas. Y el Estado vencedor proclamó de nuevo su única, su total, su intangible soberanía. Muy capaz será de llegar hasta el socialismo antes que consentir que lo actúe la turba soez, que hace imposible la emancipación, la emancipación por la que suspira nuestro publicista. Todas las culpas son ahora para el liberalismo. Las demasías de la prensa, los excesos del teatro y del libro, los horrores de la pornografía, las atrocidades de la explotación que se divierte torturando indios y cazándolos a tiros, todo esto y mucho más, es imputable al liberalismo histórico abstracto. ¡Protección!, ¡intervención!, grita todo el mundo. Y hay publicistas sandios que comulgan con estas ruedas de molino. Es preciso volver a la previa censura, que el Estado ponga mano en todo, lo acapare todo, lo monopolice todo. Hay que suprimir al individuo. Pero, ¿no es todo eso el fracaso del gubernamentalismo? ¿No es la consecuencia funesta de la explotación misma? jArre allá con vuestros sofismas liberales! jArre allá con vuestro señuelo intervencionista! La corrupción, la bestialidad, el desbarajuste, la ignominia de todas las sodomías y de todas las borracheras humanas vienen de la intangible soberanía del Estado, amparo de latrocinios, de bandidajes, de asesinatos. Es la explotación organizada, el envenenamiento religioso metodizado, la prostitución tributaria, la taberna y la plaza de toros fomentadas, eso, eso es lo que representa el Estado y es eso todo lo que en el periodo máximo de descomposición, nos tiene abocados a un terrible cataclismo. Las gentes claman en vano; en vano lagrimean los literatos cursis. El intervencionalismo ni siquiera servirá de emoliente. El Estado es el gran culpable. No se ha cuidado de elevar el nivel moral de las gentes; las ha disminuido, triturado, deprimido. No se han cuidado de ennoblecernos por la justicia; nos ha degradado a la altura de las bestias en lucha brutal por la ración diaria. No se ha cuidado de embellecernos por el amor; nos ha enseñado el odio, la guerra, la destrucción, y ha hecho de la humanidad un monstruo. No se ha cuidado de hermanarnos por la igualdad; ha hecho a unos esclavos, a otros amos; dio a unos todo, a otros nada. Y por el cercenamiento continuo de la libertad, nos ha convertido en momias vivientes carcomidas por todas las ulceraciones. ¡Castrad de una vez a la humanidad entera! Que la única, la total, la intangible soberanía del Estado se asiente sobre un mundo de cadáveres. Sólo a eso puede conducirnos el intervencionismo que clama por el aniquilamiento del individuo. Pero mientras quede en el mundo un puñado de hombres celosos de su personalidad, mientras quede un solo grupo de rebeldes a la humillación y al servilismo, mientras quede una sola voz para gritar estentórea por la libertad, la libertad no morirá. Sueñen los necios que presumen de sabios en arcaicos patriarcados; recaben cuanto quieran para sí los decrépitos intelectuales que debieran andar uncidos a una carreta; relinchen como les venga en gana los hartos de todas las bajezas y de todas las suciedades; la libertad no perecerá porque para defenderla y conquistarla todavía queda la turba soez que hace imposible la emancipación. (“EL LIBERTARIO”, núm. 4. Gijón, 31 agosto 1912') DE LA JUSTICIAEn el último libro de Kropotkin, «La ciencia moderna y el anarquismo», que ha editado recientemente la casa Sampere, afirma el anarquista ruso: “Justicia implica necesariamente el reconocimiento de la igualdad.” Para el autor de «La conquista del pan», sólo entre iguales es posible la justicia, ya que los hombres pueden, únicamente, obedecer la regla moral: “No hagas a los demás lo que no quieras para ti,” o el “imperativo categórico” de la conciencia, que diría Kant, en tanto cuanto se trata de seres semejantes, semejantemente considerados. Sin duda, toda estimación de inferioridad releva de ciertos deberes y, recíprocamente, toda estimación de superioridad obliga más allá de esos mismos deberes. El camarada Kropotkin formula en sus breves palabras un pensamiento fecundo pleno de lógica, que conviene y queremos desenvolver en estas líneas. Arroja aquel pensamiento tan vivísima luz sobre el problema de la justicia, esencia indudable de las reivindicaciones revolucionarias, que una breve constatación de hechos llevará el convencimiento a los más escépticos. El ciudadano de Roma, el hombre libre de Grecia, podrían creerse obligados para con sus iguales; nunca para con sus esclavos. El señor de siervos sentiríase ligado por deberes morales a los otros señores; jamás a los que de grado o por fuerza tengan que rendirle vasallaje. El aristócrata, respetuoso con el aristócrata, era, cuando más, condescendiente con el plebeyo. El burgués o patrono júzgase sometido a la ley civil que lo manda guardar respeto a los otros burgueses o patronos; pero de ningún modo piensa lo mismo respecto a sus jornaleros. A lo sumo, puede haber de superior a inferior dispensa de favores. Lo que se hace en beneficio o consideración al esclavo, al siervo, al jornalero, es por gracia, no por justicia. ¿Cómo no hacer por los demás lo que no se quiere para uno mismo si se trata de seres inferiores que nos están subordinados? El patrono no quiere ser explotado, pero explota. El imperativo categórico es totalmente nulo respecto de nuestros criados, de nuestros obreros, de nuestros servidores. No son nuestros iguales; nada les debemos; la justicia no reza con ellos; la ley moral no les alcanza. Si hay un imperativo categórico es con relación a nuestros semejantes que son hombres libres; señores aristócratas, burgueses. El esclavo, el plebeyo, el jornalero, están por debajo de nuestras obligaciones morales. Esta locución inicua, el amo, está gritando a voces la imposibilidad de la Justicia sin la igualdad. Mientras unos hombres se consideran en un plano superior a los otros, las reglas de equidad no obligarán más que a los primeros entre sí; jamás respecto de los segundos. La Justicia implica necesariamente el reconocimiento de la igualdad. El burgués aunque lo desee, procurará respetar a la mujer de su prójimo, burgués también. A la mujer de su criado y de su obrero, que apenas son prójimos suyos, la tomará, si puede, sin remilgos. No se siente igualmente obligado con las dos porque no las reconoce iguales, que es entre quienes únicamente se establece la obligación moral. Hasta en las palabras, hasta en las buenas formas, habrá honda diferencia. Con la obrera charlará groseramente, maniobrará groseramente y groseramente la asaltará. Con la señora de su colega, de su igual, aun para conquistarla, empleará maneras dignas, dulces palabras. Tomará la fortaleza caballerescamente, con la venia señoril de la feble dama. Y no será eso lo peor, sino que la misma obrera tolerará, acaso gustará de la grosería burguesa, cosa que de ningún modo consentiría a sus semejantes en inferioridad social. El que está por debajo, hombre o mujer, júzgase distinguido, honrado, cuando el superior se digna fijar en él su atención aunque sea para fornicarIo. Las consecuencias son obligadas. La ley moral se da por clases. El imperativo categórico, por castas. La Justicia implica necesariamente el reconocimiento de la igualdad. El burgués, educado en las nociones del honor arcaico, podrá impunemente conducirse con sus sirvientes como un canalla. El burgués, instruido en todos los conocimientos, se producirá con sus obreros como el más ignorante gañán. El burgués aleccionado en los más rigurosos principios de la urbanidad, podrá tratar y tratará a sus inferiores con los modales más groseros y las palabras más ruines. El burgués, inspirado aún en el caballeresco respeto a las damas, obrará con las otras, con las mujeres que no son damas, como un rufián y como un sinvergüenza. La ley moral no se ha hecho para los inferiores, sino para los iguales. El imperativo categórico es manjar de dioses, sólo para dioses. Y el burgués obra en consecuencia. Es lógico consigo mismo. Es lógico con la sociedad. Es lógico con la desigual estimación de los hombres. Y también es injusto. La Justicia implica necesariamente el reconocimiento de la igualdad. Quien quiera la Justicia, ha de querer necesariamente la igualdad. (“EL LIBERTARIO”, núm. 6. Gijón, 14 septiembre 1912.) ERROR CENTRAL DEL PODERÍO DE LAS NACIONESEstá sobre el tapete el ponderado tema del poderío de las naciones. Escritores de fuste y periodistas de enjundia disertan a porfía, en sendos artículos, sobre la trascendencia de los valores creados por los países en auge y la depreciación de aquellos otros que corresponden a los pueblos rezagados. Como tranquila corriente por cauces suaves, se va deslizando en la opinión lo que nosotros llamaremos error central del poderío de las naciones, aceptando y adoptando el lenguaje caro a los cultivadores de la galiparla moderna. Mídese actualmente la grandeza de las naciones por el número y la magnitud de los acorazados, por el número y la potencia de los cañones, por el número y la disciplina de los ejércitos. Esto de una parte. De otra, se mide por la cuantía de las empresas bancarias, de los trusts, de los monopolios, de las sociedades anónimas y de los grandes feudos industriales. En la medida, se pone exageración, en el juicio, ligereza excesiva. La fuerza armada implica sacrificio de la producción, grandeza improductiva. La fuerza financiera, acaparamiento de riqueza, aumento de miseria. Ante los atónitos de la multitud se tiende un velo de relampagueante pedrería. Tras el velo, el pauperismo va arañando las entrañas de la civilización. Hambre, ignorancia y vicio; la carcoma hace su obra de destrucción y un día, próximo o remoto, coronará su empresa. Los cataclismos sociales son siempre el producto de esos dos factores, de riqueza uno, de miseria otro. El signo que los liga se llama cerebración revolucionaria. El error central del poderío de las naciones radica en la preferencia dada a la fuerza exterior, que se traduce en ejércitos enormes, escuadras mastodónticas, absorbentes monopolios y titánicas factorías. El impulso inicial nos lanza en el torbellino de una educación funesta. Así los factores intelectuales como los morales son puestos al servicio de este error fundamental. Y los voceros del éxito, publicistas de fama, escritores de nota, periodistas de renombre, entonan entusiásticos himnos de alabanza a la deslumbrante civilización, que en Europa y América produce tan maravillosos frutos. La corriente, la suave corriente hace todo lo demás. Ahora mismo se propala en los países rezagados la necesidad de hacer soldados para guerrear, soldados para el trabajo, soldados para la industria y para el comercio. La educación debe tener por eje la disciplina militar. Hay que hacer especialistas obedientes, sumisos, automáticos; que, una vez puestos en el carril, cumplan su misión ciegamente, sin saber y sin querer saber más. Hasta se pretende que pasen por agrupaciones de cultura sociedades cuya finalidad está denunciada por la preponderancia que en ellas se da al elemento bruto. Se toma como ejemplo a Inglaterra, Norteamérica y Alemania, más comúnmente a Alemania. El imperio germánico está en moda. Se quiere introducir aquí el practicismo británico, que tiene por recomendable en un hombre sabio la cualidad de ser también atletic. Se trata de que imitemos - ¡pobres de nosotros! -, los estupendos, temerarios arrestos yanquis, que así labran como diluyen en un segundo de tiempo las más fantásticas cosas. Se pretende que adoptemos la rutina germánica - ¡perdón, preclaros ingenios! -, que convierte a cada ciudadano en un mecanismo capaz de repetir hasta el infinito el mismo ritmo, en vista de la misma finalidad de engrandecimiento nacional, de hegemonía europea, de conquista por el comercio y por las armas. Y de paso se declama contra el teoricismo latino, la verborrea latina, la decadencia latina. El genio de la raza se declara en quiebra. Todo ello proviene del error central que sirve de medida común para las naciones poderosas. Por este error central, se sustituye al conocimiento profundo de las ciencias matemáticas, el de procedimientos expeditivos que permiten a las medianías comportarse como sabios. Una vida entera consagrada a la aplicación repetida y continua de unos cuantos métodos empíricos, puede dar y da realmente, óptimos frutos en todas las ramas del trabajo. Un conocimiento somero de algunas generalidades científicas y el dominio fácil de adquirir por el hábito, de los procedimientos de la grafostática y el hábito de manejo de la regla de cálculo en la resolución de arduos problemas, puede dar, y da, en realidad, rendimientos muy estimables en todos los órdenes de la producción. El análisis matemático fatiga; la investigación que filosofa cansa. Hay que buscar mecánicamente. Un hombre instruido a la moderna es como una pieza cualquiera de un artificio sin alma. Esa y por el estilo de esa, es, en los grandes aglomerados, la educación que se da y que reciben las clases directoras. Porque el objeto principal es fabricar hombres aptos para entrar rápidamente en batalla y sostener la competencia, hombres cuya energía entera concurra a un solo fin y hacia él propenda automática, ciega y apasionadamente. El teoricismo, el idealismo latino, serían un pesado bagaje en semejante empresa. Hagamos gracia de nuestro cacareado verbalismo, porque en eso de hablar y escribir por los codos, en todas partes cuecen habas. Pero, señores panegiristas de las naciones poderosas, ¿no hay algo más que hacer, moral e intelectualmente? ¿No hay algo más de qué ocuparse y preocuparse que del esplendor de los ejércitos, de las armadas, de las bancas, de los trust y de los feudos industriales? ¿No hay algo más que la lucha a mordiscos de lobo por una putrefacta tajada? Error central de la civilización moderna es el culto y el fomento de esos factores de aparatosa grandeza que agostan en el alma de las gentes el sentimiento de lo bello, de lo bueno y de lo justo. Error central de los voceros del moderno industrialismo, también culteranos de la fuerza, de olvidar en absoluto que la vida da las naciones brota de abajo, de las capas inferiores, sobre cuya fatigosa labor descansa todo el andamiaje social que sostiene los ejércitos, los monopolios y las grandes y pequeñas factorías. Error central de nuestros tiempos es la preferencia concedida al hombre-mecanismo sobre el hombre inteligencia, como si toda la evolución humana culminara en un retorno a la bárbara, insolidaria lucha por el pan, de los hombres prehistóricos, recubierta con los oropeles de la civilización. Este error central, que prescinde de la fuerza interior dará pronto cuenta del insostenible poderío de las grandes naciones, porque tras su apariencia deslumbrante, el pauperismo mina, y la cerebración revolucionaria, que es bien y es justicia, labora. Unas armas vencen a otras armas, unos monopolios acaban con otros monopolios; unas grandezas sucumben a otras grandezas; pero la obra moral e intelectual, la fuerza interior de la humanidad es imperecedera. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 3. Madrid, 6 junio 1912.) |
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