PEDAGOGÍA


EL PROBLEMA DE LA ENSEÑANZA


Por oposición a la enseñanza religiosa, a la que cada vez se muestran más refractarias gentes de muy diversas ideas políticas y sociales, se preconizan y actúan las enseñanzas laica, neutral y racionalista.

Al principio el laicismo satisfacía suficientemente las aspiraciones populares. Pero cuando se fue comprendiendo que en las escuelas laicas no se hacía más que poner el civismo en lugar de la religión, el Estado en vez de Dios, surgió la idea de una enseñanza ajena a las doctrinas así religiosas como políticas. Entonces se proclamó por unos la escuela neutral, por otros la racionalista.

Las objeciones a estos nuevos métodos no faltan, y a no tardar harán también crisis las denominaciones correspondientes.

Porque, en rigor, mientras no se disciernan perfectamente enseñanza y educación, cualquier método será defectuoso. Si redujéramos la cuestión a la enseñanza, propiamente dicha, no habría problema. Lo hay porque lo que se quiere en todo caso es educar, inculcar en los niños un modo especial de conducirse, de ser y de pensar. Y contra esta tendencia, toda imposición, se levantarán siempre cuantos pongan por encima de cualquier finalidad la independencia intelectual y corporal de la juventud.

La cuestión no consiste, pues, en que la escuela se llame laica, neutral o racionalista, etc. Esto sería un simple juego de palabras trasladado de nuestras preocupaciones políticas a nuestras opiniones pedagógicas.

El racionalismo variará y varía al presente según las ideas de los que lo propagan o practican. El neutralismo por otra parte, aun en el sentido relativo que debe dársele, queda a merced de permanecer libre y por encima de sus propias ideas y sentimientos. Mientras enseñanza y educación vayan confundidas, la tendencia, ya que no el propósito, será modelar la juventud conforme a fines particulares y determinados.

Pero en el fondo la cuestión es más sencilla si se atiende al propósito real más que a las formas externas. Alienta en cuantos se pronuncian contra la enseñanza religiosa, el deseo de emancipar a la infancia y a la juventud de toda imposición y todo dogma. Vienen luego los prejuicios políticos y sociales a confundir y mezclar con la función instructiva, la misión educativa. Mas todo el mundo conocerá llanamente que tan sólo donde no se haga o pretenda hacer política, sociología o moral y filosofía tendenciosa, se dará verdadera instrucción, cualquiera sea el nombre en que se ampare.

Y precisamente porque cada método se proclama capacitado no sólo para enseñar, sino también para educar según principios preestablecidos y tremola en consecuencia una bandera doctrinaria, es necesario que hagamos ver claramente que si nos limitáramos a instruir a la juventud en las verdades adquiridas, haciéndoselas asequibles por la experiencia y por el entendimiento, el problema quedaría de plano resuelto.

Por buenos que nos reconozcamos, por mucho que estimemos nuestra propia bondad y nuestra propia justicia, no tenemos ni peor ni mejor derecho que los de la acera de enfrente para hacer los jóvenes a nuestra imagen y semejanza. Si no hay el derecho de sugerir, de imponer a los niños un dogma religioso cualquiera, tampoco lo hay para aleccionarlos en una opinión política, en un ideal social, económico y filosófico.

Por otra parte, es evidente que para enseñar primeras letras, geometría, gramática, matemáticas, etc., tanto en su aspecto útil como en el puramente artístico o científico, ninguna falta hace ampararse en doctrinas laicistas o racionalistas que suponen determinadas tendencias, y por serIo, son contrarias a la función instructiva en sí misma. En términos claros y precisos: la escuela no debe, no puede ser ni republicana, ni masónica, ni socialista, ni anarquista, del mismo modo que no puede ni debe ser religiosa.

La escuela no puede ni debe ser más que el gimnasio adecuado al total desarrollo, al completo desenvolvimiento de los individuos. No hay, pues, que dar a la juventud ideas hechas, cualesquiera que sean, porque ello implica castración y atrofia de aquellas mismas facultades que se pretenden excitar.

Fuera de toda bandería hay que instituir la enseñanza, arrancando a la juventud del poder de los doctrinarios aunque se digan revolucionarios. Verdades conquistadas, universalmente reconocidas, bastarán a formar individuos libres intelectualmente.

Se nos dirá que la juventud necesita más amplias enseñanzas, que es preciso que conozca todo el desenvolvimiento mental e histórico, que entre en posesión de sucesos e ideales sin cuyo aprendizaje el conocimiento sería incompleto.

Sin duda ninguna. Pero estos conocimientos no corresponden ya a la escuela, y es aquí cuando la neutralidad reclama sus fueros. Poner a la vista de los jóvenes, previamente instruidos en las verdades comprobadas, el desenvolvimiento de todas las metafísicas, de todas las teologías, de todos los sistemas filosóficos, de todas las formas de organización, presentes, pasadas y futuras, de todos los hechos cumplidos y de todas las idealidades, será precisamente el complemento obligado de la escuela, el medio indispensable para suscitar en los entendimientos, no para imponer, una concepción real de la vida. Que cada uno, ante este inmenso arsenal de derechos e ideas se forme a sí mismo. El preceptor será fácilmente neutral, si está obligado a enseñar, no a dogmatizar.

Es cosa muy distinta explicar ideas religiosas a enseñar un dogma religioso; exponer ideas políticas a enseñar democracia, socialismo o anarquía. Es necesario explicarlo todo, pero no imponer cosa alguna por cierta y justa que se crea. Sólo a este precio la independencia intelectual será efectiva.

Y nosotros, que colocamos por encima de todo la libertad, toda la libertad de pensamiento y de acción, que proclamamos la real independencia del individuo, no podemos preconizar, para los jóvenes, métodos de imposición, ni aun métodos de enseñanza doctrinaria.

La escuela que queremos, sin denominación, es aquélla en que mejor y más se suscite en los jóvenes el deseo de saber por sí mismos, de formarse sus propias ideas. Donde quiera que esto se haga, allí estaremos con nuestro modesto concurso.

Todo lo demás, en mayor o menor grado, es repasar los caminos trillados, encarrilarse voluntariamente, cambiar de andadores, pero no arrojarlos.

Y lo que importa precisamente es arrojarlos de una vez.


(“ACCION LIBERTARIA”. núm. 5. Gijón. 16 diciembre 1910.)






II


Sabíamos que no faltan librepensadores, radicales y anarquistas que entienden la libertad al modo que la entienden los sectarios religiosos. Sabíamos que los tales actúan en la enseñanza, como en todas las manifestaciones de la vida, a la manera que los inquisidores actuaban y al modo que actúan hoy sus dignos herederos, los jesuitas laicos o religiosos. Y porque lo sabíamos, abordamos el problema de la enseñanza en nuestro artículo anterior.

Como no queremos ningún fanatismo, ni aun el fanatismo anarquista; como no transigimos con ninguna imposición, aunque se ampare en la ciencia, insistiremos en nuestros puntos de vista.

Se lleva tan lejos el sectarismo que se presenta en forma de dilema: o conmigo o contra mí. Libertarios se dicen los que así hablan. Les perturba la eufonía de una palabra: racionalismo. Y nosotros preguntamos: ¿Qué es el racionalismo? ¿Es la filosofía de Kant, es la ciencia pura y simple, es el ateísmo y es el anarquismo? ¡Cuántas y cuántas voces clamarían en contra de tales asertos!

Sea lo que quiera el racionalismo, es para algunos de los nuestros la imposición de una doctrina a la juventud. Su propio lenguaje lo denuncia. Se dice y se repite que la enseñanza racionalista será anarquista o no será racionalista. Se afirma enfáticamente que la misión del profesor racionalista es hacer seres para vivir una sociedad de dicha y de libertad. Se identifica ciencia, racionalismo, y anarquismo, y se sale del paso convirtiendo la enseñanza en una propaganda, en un proselitismo. Son más lógicos los que más lejos van y sostienen que se debe decir resueltamente enseñanza anarquista y dar de lado al resto de adjetivos sonoros que hacen la felicidad de los papamoscas que no llevan en el cerebro un adarme de fósforo.

No reparan estos libertarios que nadie tiene la misión de hacer a los demás de éste o del otro modo, sino el deber de no estorbar que cada uno se haga a sí mismo como quiera. No observan que una cosa es instruir en las ciencias y otra enseñar una doctrina. No se detienen a considerar que lo que para los adultos es simplemente propaganda, para los niños resulta imposición. Y en último extremo, que aunque el racionalismo y el anarquismo sean todo lo idénticos que se quiera, nosotros anarquistas, debemos guardarnos bien de grabar deliberadamente en los tiernos cerebros infantiles una creencia cualquiera, impidiéndoles así o tratando de impedirles futuros desarrollos.

«Para mucha gente - decía Clementina Jacquinet, en una conferencia dada en Barcelona acerca de la sociología en la escuela - y desgraciadamente para muchos maestros, la ciencia social está contenida por entero en sus periódicos, en los problemas de emancipación que tan vivamente agitan nuestra época.

»Todo su saber consiste en inculcar a sus discípulos sus opiniones preferidas, a fin de que causen en sus cerebros una impresión imborrable, que se implanten en ellos y se extiendan ni más ni menos que a semejanza de una hierba parásita. Todo lo que han podido encontrar mejor para formar libertarios, es obrar al modo de los curas de todas las religiones.

»No se dan cuenta de que forjando las inteligencias según su modelo predilecto, hacen obra antilibertaria, puesto que arrebatan al niño desde su más tierna infancia la facultad de pensar según su propia iniciativa.»

Se insistirá, no obstante lo dicho y trascrito, en que la anarquía y el racionalismo son una misma cosa, y hasta se dirá que son la verdad indiscutible, la ciencia toda, la evidencia absoluta. Puestos en el carril de la dogmática, decretarán la infalibilidad de sus creencias.

Mas aunque así fuera, ¿qué se haría de la libre elección, de la independencia intelectual del niño? Ni aun la libertad absoluta debería ser impuesta, sino libremente buscada y aceptada, si la verdad absoluta no fuera un absurdo y un imposible en los términos fatalmente limitados de nuestro entendimiento.

No, no tenemos el derecho de imprimir en los vírgenes cerebros infantiles nuestras particulares ideas. Si ellas son verdaderas, es el niño quien debe deducirlas de los conocimientos generales que hayamos puesto a su alcance. No opiniones, sino principios bien probados para todo el mundo. Lo que propiamente se llama ciencia, debe constituir el programa de la verdadera enseñanza, llamada ayer integral, hoy laica, neutra o racionalista, que el nombre importa poco. La sustancia de las cosas: he ahí lo que interesa. Y si en esa sustancia está, como creemos, la verdad fundamental del anarquismo, anarquistas serán, cuando hombres, los jóvenes instruidos en las verdades científicas; pero lo serán por libre elección, por propio convencimiento, no porque los hayamos modelado, siguiendo la rutina de todos los creyentes, según nuestro leal saber y entender.

La evidencia puede hacerse inmediata. ¿Qué clase de anarquismo enseñaríamos en las escuelas en el supuesto de que ciencia y anarquismo fueran una misma cosa? Un profesor comunista señalaría a los niños el simplísimo e idílico anarquismo de Kropotkin. Otro profesor individualista enseñaría el feroz egolatrismo de los Nietzsche y Stirner, o el complicado mutualismo proudhoniano. Un tercer profesor enseñaría el anarquismo a base sindicalista influido por las ideas de Malatesta u otros. ¿Cuál es aquí la verdad, la ciencia, para que quede establecido en firme ese desaponderado absurdo de lo absoluto racionalista?

Se olvida sencillamente que el anarquismo no es más que un cuerpo de doctrina y que por firme y razonable y científica que sea su base, no se sale del terreno de lo especulativo, de lo opinable y, como tal, puede y debe explicarse, como todas las demás doctrinas, pero no enseñarse, que no es igual. Se olvida asimismo que la verdad de un día es el error del día siguiente y que nada hay capaz de establecer, sólidamente que el porvenir no se reserva otras aspiraciones y otras verdades. Y se olvida, en fin, que estamos nosotros mismos prisioneros de mil prejuicios, de mil anacronismos, de mil sofismas que habríamos de transmitir necesariamente a las siguientes generaciones si hubiera de prevalecer el criterio sectario y estrecho de los doctrinarios del anarquismo.

Como nosotros hay miles de hombres que se creen en posesión de la verdad. Son probablemente, seguramente honrados, y honradamente piensan y sienten. Tienen el derecho a la neutralidad. Ni ellos han de imponer a la infancia sus ideas ni hemos de imponerles nosotros las nuestras. Enseñemos las verdades adquiridas y que cada uno se haga a sí mismo como pueda y quiera. Esto será más libertario que la funesta labor de dar a los niños ideas hechas que pueden ser, que serán muchas veces enormes errores.

Y guárdense los dómines del anarquismo que se consideran únicos poseedores de la verdad, la palmeta para mejor ocasión, que ya es tarde para resucitar risibles dictaduras y para expedir o denegar patentes que nadie solicita ni nadie admite.

Como anarquistas, precisamente como anarquistas, queremos la enseñanza libre de toda clase de ismos, para que los hombres del porvenir puedan hacerse libres y dichosos por sí y no a medio de pretendidos modeladores, que es como quien dice redentores.


(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 11. Gijón, 27 enero 1911.)






¿QUÉ SE ENTIENDE POR RACIONALISMO?


No vamos a examinar lo que significa el racionalismo para Juan o para Pedro, sino lo que significa en general, lo que por tal entiende el común de las gentes. Perderíamos el tiempo lastimosamente si nos detuviéramos a considerar las mil opiniones particulares que no tienen más base que los fáciles decretos de la pereza intelectual.

Racionalismo (primera definición): Doctrina filosófica cuya base es la omnipotencia e independencia de la razón humana.

Racionalismo (segunda definición): Sistema filosófico que funda sobre la razón las creencias religiosas.

Racionalismo (tercera definición): Más que un sistema filosófico o un método es el carácter general de todo pensamiento especulativo que únicamente admite la razón como criterio de verdad.

Y basta. Como se ve, en las tres definiciones se proclama la soberanía de la razón. Frente a toda fe y a toda autoridad la razón recaba sus fueros. Y al recabarlos, crea sistemas nuevos de filosofía, religiones nuevas también. Todo el gran movimiento filosófico cumplido por los filósofos alemanes, ha sido esencialmente racionalista.

Racionalista y librepensador es todo uno, puesto que ambos: “Sólo admiten para garantir la verdad de su pensamiento el pensamiento mismo y sus leyes, refutando toda otra clase de argumentos, incluso el histórico, ínterin la razón no discierne por sí misma el tanto o cuanto de verdad que encierra.»

Y no hay ni más ni menos. Frente a la fe y a la autoridad, la razón. Pero, ¿qué razón? ¿La de Juan o la de Pedro? La razón es meramente individual, y al proclamarse soberana ha engendrado errores y absurdos que la experiencia se ha encargado de desbaratar. El racionalismo ha llenado el mundo con las mil geniales divagaciones, pero divagaciones al fin, de la metafísica y de la filosofía. Como añadidura al error religioso tuvimos el error filosófico, y el error político, y el error económico. La razón ha creado tales sistemas, tales dogmas, que contra sí misma tiene que rebelarse. ¿Y cómo no, si no hay regla o ley alguna que determine en todas las razones individuales las mismas conclusiones, aun en el supuesto de que las premisas sean idénticas?

Enhorabuena que el individuo recabe el derecho de guiarse por los dictados de su razón; pero erigirla en soberana, suponerla capaz de dar a todo el mundo el criterio exacto y la certidumbre de la verdad, es tan gran desvarío, que sólo así se comprende que los cien genios del filosofismo racionalista no hayan logrado estar de acuerdo ni una sola vez. Al gran Leibnitz se le ocurrió idear una razón impersonal (perennis filosofía) como base de la verdad, penetrado, sin duda, de que, para la razón individual, todo es según el color del cristal con que se mira. Pero semejante razón impersonal es pura abstracción, puro expediente filosófico para resolver de la mejor manera posible una dificultad insuperable. Así, el racionalismo como sistema, método o lo que sea de indagación de la verdad ha fracasado, aunque permanezca firme como lucha contra la revelación, contra la fe, contra la autoridad del dogma.

Por esto es cosa pasada el filosofismo y anacrónica la pretendida soberanía de la razón. La verdadera ciencia, que no se paga de soberanías, ha tomado resueltamente el camino de la experiencia, y funda sus construcciones sobre hechos y leyes comprobados y no sobre frágiles creaciones del pensamiento, tan dado a lo extraordinario y a lo maravilloso. Naturalmente que la razón es el instrumento necesario para traducir, ordenar y metodizar los datos de la experiencia, pero no va más allá, y cuando lo pretende, por una vez que da en la verdad, cien da en el error.

Y no se nos arguya que así como hay la razón de Pedro y la razón de Juan, hay también, la ciencia de Juan y la ciencia de Pedro. Cuando se habla de ciencia se traspasan sus propios limites si en ella se quiere incluir algo que no esté comprobado y verificado de tal modo que no pueda suministrar materia de discusión. Si la suministra, podrá estar el asunto en los dominios de la investigación científica, pero no estará en la ciencia constituida; por cuyo motivo, la ciencia, propiamente dicha, es una y solamente una.

Dadas estas premisas, ¿cómo admitir el adoctrinamiento de las gentes por medio del racionalismo que para cada individuo puede significar tal o cual otro método, sistema o doctrina filosófica y hasta religiosa? ¿Cómo admitirlo sobre todo, cuando se trata de los niños que aún no están en el pleno uso de sus facultades y pueden, por ello, ser inducidos a error?

Perfectamente que cada uno opine como quiera, que cada uno, como es natural, no admita autoridad alguna sobre su razón, pero esta misma razón, si no está cegada por las enseñanzas dogmáticas o por sus reminiscencias, habrá de decirle que ello no basta para determinar la verdad, que se halla toda entera en las cosas universales, y en sus leyes, en los hechos de experiencia y en las realidades de la vida toda, no en las imaginaciones de cualquier buen ciudadano cada bella mañana. Y esa misma razón que se proclama soberana, habrá de dictarle imperativamente el respeto a las otras razones, tan soberanas como la propia. Y dictándoselo, la enseñanza habrá de reducirse necesariamente a las cosas comprobadas y verificadas, que es lo que constituye la ciencia. Ni aun las ideas que más verdaderamente parezcan por militar a su favor el universal consentimiento, habrán de ser enseñadas, al menos como verdades comprobadas, puesto que los más grandes absurdos han contado y cuentan todavía con ese universal consentimiento.

Parécenos lo dicho claro y sencillo, fuera de toda parcialidad de doctrina o de opinión, y porque nos lo parece, procuramos llevar estas ideas al sentimiento de nuestros lectores. Si hay quien por ello se disguste o se moleste, será sensible, pero no suficiente para que renunciemos a la afirmación constante de lo que creemos puesto en razón.

Y si aún se dijere que no es eso el racionalismo, replicamos por anticipado que ni antes ni ahora nos preocupamos de lo que las cosas puedan ser para fulanito o para menganito, muy señores nuestros, sino de lo que en sí mismo significan o nos parece que significan.

Por todo lo cual habremos de continuar, mientras podamos, multiplicando los golpes de martillo sin temor a que se rompa el yunque.


(“ACCION LIBERTARIA”. núm. 19. Gijón 21 abril 1911.)






CUESTIONES DE ENSEÑANZA


Explicar y enseñar no son sinónimos, aun cuando toda enseñanza suponga previa explicación. Se explican muchas cosas sin que haya propósito de enseñarlas.

Cuando se declara o da a conocer lo que uno opina, cuando se dan detalles o noticia de una doctrina, de un suceso, etc., se explica al oyente la opinión, la doctrina y el suceso para enseñarlas o para repudiarlas, según los casos.

Enseñar es algo más que explicar, puesto que es instruir o adoctrinar. El que explica una doctrina errónea a fin de hacer patente su falsedad, claro que enseña, pero no enseña la doctrina que explica, sino que la repudia.

Un ejemplo entre mil, aclarará esa diferencia. Se abre un libro cualquiera de Geografía elemental, y en la parte que trata de la astronomía se halla en primer término la explicación del sistema de Tolomeo, que supone la tierra en el centro del Universo y a todos los demás cuerpos girando alrededor de ella. Viene enseguida el sistema de Copérnico, que considera el Sol fijo y los planetas girando a su alrededor. Y se agrega: este último sistema es el admitido en el día.

La cosa es clara; se explica o da a conocer el primero; se explica y se enseña el segundo. No se enseña aquél porque se le tiene por erróneo. Adviértase que si el profesor es concienzudo, ni aun el sistema de Copérnico enseñará sin reservas, porque nada nos permite asegurar que en el sistema del universo no hay algo más que la teoría heliocéntrica. Por eso se dice solamente que es el admitido en el día, en lugar de darlo dogmáticamente como verdadero.

La diferencia entre explicar y enseñar es todavía mayor cuando no hay más que hipótesis para contestar las interrogaciones del entendimiento. Tal ocurre con la constitución interna de nuestro planeta. El profesor podrá y deberá explicar las diferentes teorías que tratan de descifrar el enigma, pero no deberá enseñar ninguna como verdadera y comprobada puesto que no sabemos que lo sean.

En cambio podrá enseñar con ejemplos y razones, empírica y racionalmente, entre cien cosas más, el llamado teorema de Pitágoras, a saber: en todo triángulo se verifica que el cuadrado construido sobre la hipotenusa es equivalente a la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos.

Y como es muy extenso el campo de los conocimientos positivos, verificados y comprobados por todo el mundo, metodizados por la ciencia; y es más extenso aún el campo de las probabilidades de conocimiento pleno de hipótesis, de opiniones, de teorías, pero falto de prueba y de certidumbre, es claro que para todo hombre de libre entendimiento la enseñanza, propiamente dicha, no deberá salirse de las verdades conquistadas indiscutibles, y, por tanto, habrá de reducirse al círculo de las explicaciones o exposiciones necesarias, todo lo que es, en el momento, materia opinable.

Cualquiera, pues, que sea la base de una doctrina política, económica o social, y por grande que sea el amor que por ella sintamos, nuestro debido respeto a la libertad mental del niño, al derecho que le asiste de formarse a sí mismo, ha de impedirnos atiborrar su cerebro de todas aquellas ideas particulares nuestras que no son verdades indiscutibles y comprobadas universalmente, aunque sí lo sean para nosotros.

Porque, en último término, de proceder en la forma opuesta vendríamos a reconocer en todo el mundo que cree estar en posesión de la verdad y no piensa como nosotros, el derecho a continuar modelando criaturas a medida de sus errores y prejuicios. Y con esto precisamente es con lo que hay que acabar.

Así es como entendemos la enseñanza, ateniéndonos a la sustancia de las cosas, y no a las palabras que pretenden representarla.






II


No nos entusiasma una criatura de doce o trece años que se pone a perorar sobre materias sociales y afirma muy seria la no necesidad del dinero o cosa análoga. Nos sabe eso a recitado de catecismo, a lección metida en el cerebro a fuerza de sugestiones. Otro profesor y otro planteamiento del problema, y la criatura afirmará muy seria todo lo contrario. Recitará otro catecismo, repetirá otra lección. Hay cosas prematuras como hay cosas tardías.

Una opinión personal no es necesariamente una ciencia y sólo a este titulo puede ser enseñada. Lo contrario equivale a secuestrar las tiernas inteligencias infantiles. Estamos por la enseñanza absolutamente libre de materia opinable.

Un ejemplo ilustrará la cuestión. Supongamos el caso de un pedagogo, resuelto adversario del dinero y de la renta. Este pedagogo proscribirá de la enseñanza de la aritmética la infame, la corruptora regla de interés. Si no recordamos mal, el caso ya se ha dado. Pues ese pedagogo hará una grañidísima majadería por no saber discernir entre el interés del dinero, con el que nada tiene que ver la aritmética en sí misma, y una regla de cálculo que, sea cual fuese su nombre, sirve para deducir, ponemos por caso, las proporciones en que una materia dada ha de entrar en una mezcla, el tanto por ciento que resulta de una estadística de vitalidad o de población, el rendimiento de un producto en condiciones dadas, o bien la proporción de fertilidad creciente o decreciente de una tierra determinada, etc.

Se nos dirá que todo esto se puede explicar y enseñar sin dar al mismo tiempo la noción de la renta o rendimiento del capital; no lo negamos. Pero es que aquí está lo grave de la cuestión. Si se explica la materia dejando en libertad al alumno para que medite y decida - y para decidir necesita el conocimiento de todas esas cosas, las verdaderas y las falsas -, nada habrá que objetar. Pero si, por el contrario, interviene el profesor con sus ideas particulares e inclina la balanza del lado de su opinión, por muy hombre libre que sea, por muy anarquista que se proclame, cometerá un atentado contra la libertad intelectual del niño, que en la indefección de su falta de desarrollo intelectual, tomará como verdades inconcusas así lo cierto como lo falso. Criaturas de tal modo instruidas, recitarán sabias lecciones... por cuenta ajena. Y a nosotros nos parece preferible que las reciten por cuenta propia aunque sean algo menos sabias.

Si se tratara de hombres la cuestión sería diferente.

El libre examen no ha de aplicarse sólo por oposición a las cosas teológicas, sino también como limitación necesaria a imposiciones posibles de partido, de escuela o de doctrina.

La enseñanza no puede ni debe ser una propaganda. El espíritu de proselitismo se extralimita cuando va más allá del hombre en el pleno uso de sus facultades mentales. Si hay alguna cosa en que la abstención, la neutralidad sea absolutamente exigible, ésa es en la instrucción de la infancia.

En este terreno podemos encontrarnos todos los hombres de ideas progresivas. Y deberemos encontrarnos para sustraer a la infancia del poder de los modeladores de momias humanas, de los hacedores de rebaños.






III


Un niño instruido conforme a los conocimientos verdaderamente científicos, no preguntará probablemente por la existencia de Dios, puesto que ni siquiera tendrá noticia de tal idea. Pero si lo preguntara, el profesor haría bien en demostrarle que en toda la serie de conocimientos humanos nada hay que abone semejante afirmación. Dios es materia de fe o de opinión, todo menos algo probado y que como tal debe enseñarse.

El que escribe estas líneas puede ofrecer la experiencia de once hijos, que aun no habiendo sido instruidos con el rigor científico necesario, jamás tuvieron la ocurrencia de formular la pregunta antes dicha. De pequeños, porque no tenían idea alguna de ello, y de mayores porque sin duda en el ambiente del hogar, en el ejemplo de cuanto les rodeaba y en libros de que disponían -y los había de distintas tendencias- hallaban satisfactoria respuesta a las interrogaciones de su entendimiento. Su ateísmo será, pues, el fruto de su trabajo cerebral propio, no la lección, aprendida del preceptor. Sus ideas todas serán su labor propia y peculiar, no la resultante de una acción ajena ejercida deliberadamente. La diferencia es esencial y nos parece de una claridad meridiana.

Como hasta el día y tal vez por bastante tiempo perdurará el antagonismo entre la enseñanza de la calle y de la casa, lo natural será que las criaturas pregunten por muchas cosas que no tienen ni fundamento científico, y en todo caso, el profesor deberá desvanecer las dudas de sus discípulos, cuidando, no obstante, de no operar un simple cambio de opiniones. La escuela no puede ni debe ser un club.

Por algo sostenemos que, en tiempo y sazón, todo ha de ser aplicado, pero solamente enseñado aquello que tenga sanción científica, prueba universal. Una buena parte de los problemas planteados por el entendimiento humano, no tienen por solución más que hipótesis mejor o peor fundadas, y es evidente que en su exposición ha de procurarse una neutralidad absoluta, porque la solución que a uno le parece indudable y racional, a otro le parece absurda, y de aquí que el racionalismo sea insuficiente para dirigir la enseñanza. Descartada toda materia de fe, la instrucción de la juventud quedaría reducida a la enseñanza de las cosas probadas y a la explicación de los problemas cuya solución no tiene más que probabilidades de certidumbre.

Pongamos algunos ejemplos. Ante la experiencia diaria que les hace ver que cuando llueve todos nos mojamos, que nada hay que no provenga de algo o de alguien, que no hay, en fin, efecto sin causa, los pequeños hombres, si no preguntan por la existencia de Dios, seguramente preguntarán por el origen del Universo. Llegada cierta edad no hay quien no se pregunte por el principio y la causa y por la finalidad y el acabamiento de todas las cosas. Y todo esto es de una dificultad innegable. ¿Qué hará el maestro? Para unos, puesto que no hay efecto sin causa, el mundo habrá tenido un origen y un principio, tendrá una finalidad y un acabamiento. Para otros, la serie de las causas y efectos no tendrá limite anterior ni posterior y el mundo existirá de toda la eternidad en el espacio infinito. Como todo cuanto nos rodea empieza y acaba, sucede por algo y para algo, los espíritus realistas optarán por la primera hipótesis. Los capaces de abstracción se decidirán por la segunda. No valdrá invocar la ciencia porque ella no puede actualmente, acaso no pueda nunca, darnos respuestas enteramente probatorias. Los que crean que la solución categórica está en el materialismo o el evolucionismo, hablarán en nombre de una opinión o creencia (racionalismo), pero no harán sino esquivar, diferir el problema, figurándose haberlo resuelto mediante la sustitución de palabras. Lo intelectualmente honrado será, pues, que el maestro exponga con toda claridad los datos del problema y las hipótesis diferentes que tratan de aclararlo. Hacer otra cosa será siempre una imposición de doctrina.

Tyndall, cuya ciencia nadie pondrá en duda, terminaba la explicación de la teoría del calor como modo del movimiento, preguntándose de qué manera podría concebirse un movimiento sin algo que se mueva, y contestaba, con una sencillez verdaderamente sabia, que la ciencia contemporánea no podía responder a tal pregunta, ¿Y se querrá por nuestro bonísimo, pero inútil deseo, resolver de plano estas y otras cien cuestiones ofreciendo a los niños toda una ciencia acabada, fruto de la pretendida infalibilidad del racionalismo?

Poco importa que creamos que siempre ha habido una causa anterior y que la serie de las causas y efectos no tendrá término. La palabra infinito será un subterfugio de nuestro pensamiento, pero no una respuesta concluyente, y así no podremos ofrecer más que una opinión, no una certidumbre; una probabilidad, no una prueba. ¿Qué responderemos si el pequeño hombre se obstina en hallar un principio y determinar un final? Aquí del método de la libertad o si se quiere neutralidad, no del racionalismo precisamente: dejar que el pequeño hombre forme su juicio por sí mismo poniendo a su alcance cuantos conocimientos puedan ilustrar la cuestión.

Y este método de libertad, que nosotros proclamamos, es el exigible a cuantos se digan, piensen como piensen, respetuosos de la independencia intelectual del niño. Lo proclamamos, no a título de hombres de equidad y de recíproco respeto, en cuyo punto creemos que pueden coincidir gentes de todos los extremos de las ideas progresivas, si no entienden por enseñanza el adoctrinamiento de una opinión determinada.

Por eso creemos que los que se empeñan en establecer perfecta sinonimia entre el racionalismo y el anarquismo - que de ningún modo son equivalentes - harían bien en dejarse de rodeos y proclamarse abiertamente partidarios de la enseñanza anarquista, porque esto significaría los términos de la cuestión, y si no a un acuerdo, podría, sin duda, llegarse a una delimitación completa de tendencias.

Aun a estos buenos amigos que en su entusiasmo por el ideal quisieran inculcarlo, tendríamos que objetarles que en todos los terrenos, y más en el de la enseñanza, la anarquía no debe ser materia de imposición.

Dos palabras aún para terminar esta serie de artículos.

Ptolomeo Philadelfo, rey de Egipto, pidió a su maestro, el geómetra Euclides, que hiciese en su favor algo por allanar las dificultades de la demostración científica, en verdad bastante complicada en aquellos tiempos. Y Euclides, le respondió: «Señor, no hay en la geometría senderos especiales para los reyes.»

Compañeros: en la ciencia no hay senderos especiales para los anarquistas.

(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 20, 21, 22. Gijón, 26 abril y 5-12 mayo 1911.)






EL VERBALISMO DE LA ENSENANZA


Predomina, por desdicha, en todo lo que pretende ser nuevo la influencia de lo viejo. El patrimonio de nuestros antepasados, que diría Le Dantec, con su enorme pesadumbre, impide el avance rápido de las conquistas y del conocimiento de la ciencia. La experiencia actual tiene por contrapeso poderoso la experiencia atávica.

Son las palabras el vehículo obligado en la transmisión de los conocimientos. Mediante ellas, van las generaciones transmitiéndose sus errores y sus verdades, más los primeros que las segundas. Imitadores los unos de los otros, no acertamos más que a emplear en la lucha las mismas armas de nuestros contradictores. Con palabras pretendemos destruir el imperio de las palabras.

Todo lo que es anterior a la ciencia se reduce a puro verbalismo. Detrás de la teología, de la metafísica especulativa no hay más que artificios retóricos, frases bellas, figuras poéticas, pero ninguna realidad, ningún conocimiento positivo. Todo el pasado está impregnadísimo de una gran repugnancia por los hechos y por las realidades.

¿Qué hacemos los innovadores enfrente de la influencia perniciosa de ese verbalismo atávico?

Poco más o menos lo mismo que nuestros adversarios. Nos pagamos también de palabras. La magia de los nombres sonoros nos seduce. Y a unos conceptos altisonantes, oponemos otros altisonantes conceptos; a unas entidades metafísicas, contestamos con otras abstrusas entidades, a unos artificios, sustituimos otros artificios. La herencia es más poderosa que nuestra razón y que nuestra voluntad.

En el determinismo fisiológico y social hay explicación para el fenómeno, pero en la inconsciencia de la realidad y en la ignorancia del saber humano sería menester que buscáramos la causa eficiente de nuestra impotencia renovadora.

Pretendemos ser científicos, y andamos ayunos de ciencia. Queremos ser prácticos, y divagamos atrozmente. Soñamos con la vida sencilla y natural, y no hacemos más que acumular complicaciones y amontonar viejos o nuevos cachivaches. Es que hemos adquirido las palabras y no las realidades. Es que ha sonado agradablemente en nuestros oídos la palabra saber, pero no hemos podido todavía apoderarnos del ritmo armónico de su contenido. Somos nuevos por el deseo, caducos por el conocimiento.

Y así, tan verbalistas como nuestros contrincantes, giramos constantemente en un círculo vicioso.

En ninguna de nuestras manifestaciones activas como en materia de enseñanza, se muestra más claramente esta triste realidad. En nuestras escuelas se atiborra a los niños de indigestas palabras que quieren ser algo, que algo encierran en el generoso deseo del que las profiere, pero que en realidad, de verdad no llevan al cerebro ni un solo rayo de luz. Enseñamos y aprendemos, como antes, figuras retóricas, conceptos filosóficos, abstrusas metafísicas, artificios lógicos; nada de realidades, nada de verdades experimentales. Poner la experiencia, los hechos, ante las criaturas y dejar que ellas mismas se hagan su conocimiento, su lógica, su ciencia, es cosa que no entra en nuestros cálculos. Es más sencilla y más cómoda la rutina de darles opiniones hechas, de llenarles la cabeza de discursos vehementes; de sugerirles argumentos en correcta formación. Buena voluntad no falta. Lo que faltan son medios y conocimientos, educación pedagógica y ecuanimidad doctrinal.

Habríamos de aprender primeramente que en la realidad está toda la experiencia y que en la experiencia está toda la ciencia, para que nos diéramos cuenta de que la enseñanza se reduce a lecciones de cosas y no a lecciones de palabras. Y aprendiéndolo primero, estaríamos luego en camino de adquirir los mejores métodos, para que la realidad misma, no el maestro, fuera grabando en el cerebro y en la conciencia de las criaturas aquellos ejemplos de bondad, de amor, de justicia que hubieran de constituir el futuro hombre de una sociedad de justicia, de amor y de bondad.

Sin quererlo, fabricamos hoy hombres a medida de nuestros prejuicios, de nuestras rutinas, de nuestra insuficiencia científica porque somos verbalistas y estamos nosotros mismos hechos a la medida de otros verbalismos que repudiamos. ¡Cuántos bellos discursos infructuosos! ¡Cuántos impotentes esfuerzos intelectuales de sugestión de ideas! ¡Cuántas energías malgastadas en vanas divagaciones!

La enseñanza nueva deberá ser algo más sencillo que todo eso. Sin grandes sabidurías, se pueden enseñar grandes cosas; diríamos mejor, se puede hacer que los niños aprendan muchas cosas por sí mismos. Sin discursos, sin esfuerzos de lógica que envuelven siempre algo de imposición, se pueden obtener óptimos resultados en el desenvolvimiento intelectual de las criaturas. Bastará que la infancia pueda ir desentrañando sucesivamente el mundo que la rodea, los hechos de naturaleza y los hechos sociales, para que, con pequeño esfuerzo del profesor, ella misma se forme su ciencia de la vida. Por cada cien palabras de las muchas que se emplean en perjuicio de las criaturas, un solo hecho será suficiente para que cualquier niño se dé buena cuenta de razones que acaso los más elocuentes discursos no lograrían meter en su cerebro. Lecciones de cosas, examen de la realidad, repetición de experiencias, son la única base sólida de la razón. Sin experiencias, sin realidades, la razón fracasa comúnmente.

Nuestros esfuerzos, en materia de enseñanza, deben propender, no a un proselitismo extensivo, sino al cultivo intensivo de las inteligencias. Un puñado de niños hechos a su propia iniciativa, será una mayor conquista que si ganáramos algunos millares de ellos para determinadas ideas.

Es de tal eficacia el factor libertad, que hasta en las criaturas educadas en el abandono da sus beneficiosos frutos. No hay golfo tonto ni pilluelo que no sea inteligente.

Y si en la humanidad persiste la esclavitud moral y material, es porque precisamente se ha empleado en la enseñanza el factor imposición. El instrumento de esta imposición ha sido y es el verbalismo, el verbalismo teológico, metafísico o filosófico.

¿Queremos una enseñanza nueva? Pues nada de verbalismo ni de imposición. Experiencia, observación, análisis, completa libertad de juicio, y los hombres del porvenir no tendrán que reprocharnos la continuación de la cadena que queremos romper.

El verbalismo es la peste de la humanidad. En la enseñanza es peor que la peste: es la atrofia, cuando no la muerte, de la inteligencia.


(“EL LIBERTARIO”, núm. 7. Gijón, 21 septiembre 1912.)






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