MORALPESANTEZ DE LA INMORALIDADCogiéndome del brazo, me decía un buen amigo, ni revolucionario ni obrero, mas clarividente e ingenioso de suyo. -- Amigo mío: La inmoralidad es una cosa muy pesada. Y viene siempre de arriba abajo; obedece a la ley de la gravedad. Si entra usted en una oficina pública y observa que cada empleado se tumba a la bartola, si llega usted a saber que cada quisque roba lo que puede, dirija usted la mirada hacia arriba, a la jefatura, que de allí vendrá todo. Cuando el jefe es negligente o dispone de material o de los intereses cuya administración y custodia le está encomendada, los subalternos, viéndose en tal espejo, arramblan también con lo que pueden y hacen lo menos posible. Si el jefe es grosero, los subalternos serán groserísimos; si el jefe es tumbón, tumbones superlativamente serán los empleados. La inmoralidad es como la piedra que cae. La velocidad se acelera uniformemente, y cuanto mayor es el espacio recorrido, más grande es la velocidad final. Hasta el centro de la tierra llegaría, si la costra terrestre no lo impidiera. Así ocurre con los hombres. El último mono, que es el que suele cargar con todas las culpas, recibe el golpetazo de la inmoralidad en su máximo desarrollo. Me quedé mirándole un si es o no es asombrado de su clara percepción de un fenómeno social en que diariamente andamos metidos. Lo que ocurre en la oficina pública, sucede en todas partes. La casa de comercio, el taller, la fábrica, siguen la misma ley de gravitación inmoral que mi amigo señalaba. Hasta donde la influencia deletérea de la rutina política y administrativa parece excluida, la ley se cumple. Agrupaciones sociales, sociedades artísticas o de recreo, empresas periodísticas, etc., etc., todo está sometido a la pesantez de la inmoralidad. Si arriba se distrae lo ajeno, abajo se olvida todo compromiso. El ejemplo es más poderoso que la preceptiva. Siempre los hechos son más contundentes que las predicaciones, más eficaces que las palabras. Es muy singular que allí donde mayores sean los alardes de honorabilidad, más grande es la desmoralización. De arriba vienen los elocuentes discursos repletos de profundas palabras; las sentencias graves fulgurantes de rigorismo ético; los reglamentos y leyes y códigos henchidos de sabias máximas, de imperiosos mandamientos a la conciencia pública. ¿Y hay nada más atrozmente inmoral que todo lo que arriba bulle? Cada respetable personaje suele ser un bribonzuelo lleno de máculas; cada sesudo moralista, un granuja redomado que no hay por donde cogerlo. Podría decirse que quien más vocea la moral es quien más la encanalla. No es preciso aducir ejemplos. El lector conoce siempre más casos que los que pueda citar el escritor. La vida ordinaria es un arsenal de concupiscencias. No hablemos de la administración pública. No hablemos de las grandes empresas mercantiles e industriales. No hablemos de nada, que todo es de ruindad insuperable. En cada hijo de vecino no hay, no puede haber más que un tunante más o menos revestido de persona decente. ¿Y cómo no? La vida social está organizada para eso, orientada en esa dirección precisamente. Tiene algo de emboscada, algo de asalto. Caminante que se descuida, cae victima de cien bandidos que le acechan. El que quiere permanecer honrado sucumbe en la miseria. Es forzoso seguir la línea de menor resistencia, acomodándose al medio, es decir, degradándose, robando, matando, si es preciso. ¿Exageración? Nada de eso. Las formas suaves, los subterfugios, las zancadillas habituales ocultan apenas la realidad abrumadora del bandidaje legalizado. Llegamos a creer muy honorable y muy justo incurrir en las más grandes inmoralidades porque las leyes y las costumbres han sancionado todas las vilezas. Pero en el fondo, si nos detenemos un momento a examinarnos por dentro, estamos podridos de inmoralidad. Somos capaces de arrastrarnos por el lodo, de envilecernos en el pillaje, de manchar nuestras pulcras manos con la sangre del vecino. Todo para llegar, para vencer y después... para morir como cochinos. MI amigo, ni revolucionario ni obrero, se exaltaba. Me desprendí de su brazo y le dije: - Habla usted como un anarquista. Cuidado con la cárcel. Y me replicó tomando mi brazo otra vez: - Pues no me importa ir del brazo de un anarquista. El anarquista es poco. (“EL LIBERTARIO”, núm. 7. Gijón, septiembre 1912.) MORAL DE OCASIÓNNo diremos ninguna novedad si afirmamos que nuestras nociones morales están muy lejos de responder a las exigencias de la naturaleza y de la justicia. Con la naturaleza riñen abiertamente apenas se esboza el problema de las necesidades fisiológicas, tales como la alimentación y la reproducción. Con la justicia, tan pronto irrumpe el antagonismo de los intereses. Por harto sabido, no es necesario repetir que se llama ladrón al que se apodera de algo que necesita y hombre honrado al que diariamente sustrae a los demás hombres que para él trabajan una parte considerable del valor de su trabajo; no repetiremos la vulgar consideración que reputa barragana a la mujer que libremente se entrega al amor de sus amores y respetable señora a la que toma en arriendo un nombre que sirva de tapadera a sus devaneos. Olvidado tiene todo el mundo que vivimos por completo a merced de una moral acomodaticia o de ocasión. Mas profundizando un poco en la materia, se observará que los falsos valores de la moral corriente llegan a alterar hasta la condición misma de los individuos, mixtificando sus juicios y sus sentimientos. Dase frecuentemente la paradoja de que estimamos de diferente manera hechos absolutamente idénticos. Lo que tenemos por heroicidad en unos casos, lo llamamos otros crueldad, salvajismo, barbarie. Un hombre de ciertas condiciones es un monstruo o es un héroe, no según la naturaleza de sus actos, sino según las circunstancias concomitantes de los mismos. Santo o demonio es cualquier individuo excepcionalmente dotado, no según su conducta, sino según las preferencias ideológicas que le animan. En todo momento aplicamos distintos pesos y distintas medidas y, por contra, nos quedamos tan satisfechos y tan ufanos de nuestra incomparable moral. Ni aun en los momentos de las grandes crisis sentimentales queremos rendirnos confesando la antinomia irreductible en que vivimos. No hay voluntad bastante para revisar nuestros juicios y reconocer el vicio de origen que nos conduce a falsear las más elementales nociones de equidad. A lo sumo, nos asombramos de que un hombre a quien teníamos por honrado, valeroso, buen ciudadano, etc., caiga de pronto en el abismo del crimen o en la depravación del vicio. Y, sin embargo, casi nunca hay contradicción en el caído. La contradicción está en nosotros. La contradicción está en nosotros porque lo que en una ocasión consideramos como valor heroico, lo juzgamos en otra como ferocidad inconcebible. Bajo la influencia de las ideas metafísicas de patria, de honor, de caballerosidad, etc., etc., o de fe religiosa, de abnegación política, de civismo ciudadano, todos nuestros principios morales se trasmutan. La medida es absolutamente distinta de la que aplicamos en la vida ordinaria. Hay estatuas levantadas a hombres cuyo mérito principal ha consistido en ser azotes de la humanidad. Si estos mismos hombres hubieran aplicado sus instintos feroces en la vida corriente y moliente, habrían sido de seguro llevados a la picota y colgados de un palo. Esencialmente no existe diferencia entre uno y otro orden de hechos. Cada cual da de sí lo que lleva dentro según las circunstancias y el medio en que se encuentra. Aquello que está inscrito en nuestro organismo por la herencia, la tradición y la educación, no se borra por el solo hecho de nacer y vivir en una u otra esfera social. Lo que hace es acomodarse a nuestra moral de ocasión y nada más. ¿Cómo no nos damos cuenta de que ciertos hechos criminales, ciertas conductas depravadas, son en el fondo, traducción fiel, en otro medio distinto, de inclinaciones gravadas en un organismo defectuoso, cuyas heroicidades hubiéramos aplaudido y orlado de flores en diferentes circunstancias? La educación en los falsos valores morales, desarrollando los instintos feroces, las inclinaciones guerreras, los egotismos brutales, las ambiciones y las envidias mortificantes, es la que favorece la formación de esos monstruos que de tanto en tanto anonadan a la humanidad. No nos parecen bastante repugnantes ciertos hechos hasta que dan todos sus espantosos frutos. A cada momento y a cada instante pasamos sin inquietarnos al lado de los vicios más repulsivos, de los delitos más odiosos. Les aplicamos la moral de ocasión sin que nuestra conciencia nos acuse de la más ligera complicidad. Somos, sin embargo, amparadores y factores de vicio y de delito cuando no viciosos y delincuentes. Nuestro asombro en las grandes crisis, es nuestra acusación. Habremos de revisar todos nuestros valores morales, todos nuestros falsos valores morales, para no quedarnos mudos de terror ante la fiera humana que nosotros mismos hemos modelado. Del fondo mismo de la vida social arranca la barbarie civilizada. De la entraña misma de nuestra organización pública nace la iniquidad, la lucha brutal, la despiadada crueldad que nos deshonra y nos envilece. Una moral sincera que hiciera hombres buenos acabaría con el monstruo humano. Pero esta moral deseada es imposible en un mundo de castas, de privilegios y de irritantes desigualdades. Esta anhelada moral será la obra de un porvenir en que sólo soñamos unos cuantos utopistas. Y el sueño se convertirá un día en realidad o la especie humana habrá desaparecido en el abismo de todas las bestialidades. (“ACCION LIBERTARA”, núm. 4. Madrid, 13 junio 1913) PRIMOS Y VIVOSUn camarada del otro lado del Océano me plantea una serie de cuestiones que darían bastante de sí para escribir un volumen. No caeré en la tentación de hacerlo, por la sencilla razón de que me falta tiempo y mimbres. Pero sí quiero complacerle, y este artículo se lo dedico por entero. De soslayo y muy someramente procuraré abordar aquí algunas de sus proposiciones. * * * Es lugar común, harto conocido, que en la vida social quien bien se conduce, hace, generalmente, el primo. El éxito, por el contrario, eleva a los vivos. Los vivos son los fuertes, los sabios, los buenos. El resto, pura morralla. Esta común experiencia se da, no solamente en el próspero reino de la burguesía sino también en los míseros ranchos del proletariado. El hecho se repite, así en el seno de los partidos como en el de las escuelas sociales, así en las agrupaciones capitalistas como en las sociedades obreras. Quienquiera que no viva de ilusiones observará que, pasados los tiempos del entusiasmo neófito, se han colado en el campo social multitud de vivos que ordeñan la ubre obrera maravillosamente. Donde ellos no sacan tajada, ni Dios la saca, valga lo vulgar de la frase. Más obreristas, más socialistas, más sindicalistas, más anarquistas que ellos, no hay nadie. Y lo peor que se dan trazas para hacerse pasar por los mejores y los más sinceros. Los borrones de su historia se esfuman por arte de magia. Hay una esponja bienhechora do todos los granujas. Para estos exaltados revolucionarios son los aplausos, los éxitos y las pesetas. Los bonachones se quedan boquiabiertos ante la elocuencia abrumadora y la irreductible rebeldía de estos vivos que se tienen por eminencias, naturalmente a la modesta medida del proletariado militante. Mientras tanto, los que silenciosamente laboran, los que rinden continuo tributo a la abnegación callada, los que dicen y hacen lo que buenamente pueden, éstos, más que el primo, hacen el bobo si no les ocurre algo peor, y es verse maltratados y zaheridos por los súpers, que mejor que nadie saben ser libres y rebeldes. No es raro que los unos, los vivos, acaben en confidentes o policías; concluyan por vender su pluma o su palabra al primer gañán burgués que les brinda una prebenda. Es frecuente que los otros, los primos, terminen en el desaliento y se vayan a rumiar su descontento, o en la paz del hogar o en el letargo de la taberna. Estos no volverán más. Aquéllos pueden volver siempre, sobre todo sI hay algo que chupar. ¡Desconfiad, amigos, de los viles falsificadores! Un hombre de partido, aunque sea anarquista, puede tener defectos y vicios. Cualquiera, proletario o burgués, comerciante o industrial, explotador o explotado, puede ser socIalista o anarquista. Poner su conducta al compás de sus ideas, no pasará de ser un buen deseo. Para el obrero, porque la explotación le esclaviza y la autoridad le oprime. Para el burgués, porque su negación o su posición le colocan en la imposibilidad de practicar sus ideas, por altruistas que sean. En el campo fecundo de la idealidad todo es posible. Mentalmente podemos considerarnos tan anarquistas, tan libres tan iguales como queramos. En el terreno de la realidad actual estamos constreñidos a esclavizar o a ser esclavizados. Precisamente por eso luchamos. El salto de la realidad a la idealidad, se llama revolución. No hablemos de virtudes y de vicios. Probablemente no hay por donde cogernos. Entren todos y salga el que pueda. Pero lo que no ha de consentirse es que las ideas sirvan de manto que encubra lacras individuales. Y desgraciadamente de esto hay gran abundancia. La escuela de los vivos enseña que la anarquía es orgiástica y desenfrenada. Todas las debilidades, todas las repugnancias, todas las depravaciones humanas tienen un determinismo que razona la ciencia; tienen otro determinismo que mascullan los rufianes del ideal, los granujas que viven de inconsecuencias y de alardes, de bajezas y de desplantes. El hombre de ideas, si tiene vicios, ha de tener asImismo el valor de confesarlos sin arrojar sobre su caro ideal la mancha ideal propia. No podemos ser ángeles; no es necesario que lo seamos. Mas siendo sencillamente hombres, no confundiremos las realidades bajunas del presente con los generosos ensueños del futuro. Aspirar a la libertad y a la justicia es digno de las almas nobles y dignifica a las pobres almas torturadas por la podredumbre atávica. Observo que me he lanzado a moralizar en dómine. Perdonad, amigos. Tengo también mis horas nietzscheanas. Todas las virtudes son embusteras. Mienten bondades los cobardes, como mienten arrestos los cínicos. Hay viciosos heroicos y virtuosos canallas. La basura innominada que no es carne ni pescado, me apesta. Prefiero la sinceridad brutal del que no anda con tapujos. Los cómicos son la peor ralea de la humanidad. ¡Y son tantos los cómicos entre nosotros! Vale la pena de estar siempre en, guardia. Aunque esto es muy trabajoso y preferiría que siguiéramos nuestro camino sacudiéndonos las moscas que tanto nos molestan. Creedme: se impone una campaña de saneamiento. Son demasiados los vivos en nuestro campo y es ya hora de que no hagamos el primo. Bien vale el ideal este primer esfuerzo de emancipación. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 8. Madrid, 11 julio 1913.) SINCERIDADEs un espectáculo triste el de nuestros días. La mentira pública y privada corroe las entrañas de la sociedad. El vicio gana a los hombres y a las mujeres, a los ancianos y a los niños. La vanidad desvanece al cerebro. Hipócritas y fatuos, embusteros y degradados, corremos tras miserables fines de pasajero goce. Invadidos por la epidemia del escepticismo más repugnante pisoteamos la conciencia, despreciamos la personalidad. Todo es igual si cuidadosos aparentamos cualidades que ni nosotros mismos ni nadie nos reconoce. Hemos firmado un compromiso con las apariencias rindiéndonos a la maldad. Nuestra educación, política, nuestra educación social, nuestra mentalidad, nuestra efectividad, todo, absolutamente todo, descansa en ese compromiso. No es esto pesimismo de escuela ni pesimismo de tendencia orgánica. Es la expresión, de la realidad que se impone por doquier. Contemplamos a un hombre cualquiera, sean las que fueren sus ideas y sus sentimientos y de pronto salta la mentira, salta el fingimiento, salta la vanidad. Los escépticos declarados se confiesan o se excusan. Quien se excusa se acusa, leí no sé dónde. Los que tienen o parecen tener ideas, aspiraciones, velan lo mejor posible su propia insania. Provocadlos, y os enseñarán más mentiras que verdades, más vanidad que ciencia propia, más hipocresía. La línea recta es el egoísmo estrecho de las más diversas concupiscencias. No faltan los que cínicamente ostentan la perversidad de la moderna vida social. Estamos en plena crisis de todo un mundo que amenaza próxima ruina. Desgraciados los resortes de la vida moral, del idealismo trascendental, de la política rancia; pero el mundo se entrega a las más bajas pasiones. La ambición se desborda; ambición mezquina, pobre, deleznable. El egoísmo cristaliza; egoísmo raquítico, anémico. Todas las cualidades nobles de la personalidad bailan una danza macabra y se prosternan en el altar de la concupiscencia. Se ponen las ideas, los sentimientos, al servicio de la pasión. Es menester «arrastrarse para subir, como hacen las orugas, a lo largo de una estaca.» «En vano (Dumont) un hombre reflexivo y sensato querrá permanecer inmóvil en su condición, hacer consistir su lujo en su independencia y gozar descanso y reposo: no se le dejará tranquilo. El desinterés, la vida simple y con severidad independiente, son artículos pasados ya de moda y objeto de un desdén general.» Se miente religiosidad, se miente amor al prójimo, se miente abnegación, se miente sinceridad. La cucaña tentadora, la cucaña política, la cucaña de la riqueza, la cucaña del renombre, la cucaña del aplauso: he ahí todo. Hay que trepar aunque sea arrastrándose como los insectos más repugnantes. Trepad, pues, hombres del día. Trepad los que aspiráis a gobernar, los que queréis dirigir, los que soñáis con brillos de efímero deslumbre; trepad los ambiciosos, los glotones de la riqueza; trepad los que os creéis elegidos, predestinados a una hegemonía literaria, política, científica o social; trepad todos a porfía, que la masa estulta os ayudará placentera, creyendo o aparentando creer en vuestras promesas de gloria o de bienestar o de grandeza; en vuestros mentidos servicios; en vuestra necia superioridad. Que mientras trepáis no faltarán voces que clamen desde acá abajo por una vida sencilla, honesta, sincera, que vendrá al derrumbarse el mundo que agoniza, que surgirá del estrépito de todas las cucañas al venirse al suelo. La fuerza de los que cifran su orgullo en su independencia, en su sinceridad, en su sencillez es la fuerza de un mundo que se adelanta a los tiempos, que viene a todo correr para sanear la atmósfera, el ambiente social y purificar la conciencia de los individuos dotándolos del heroísmo de la verdad, del valor de ser ellos mismos, netamente ellos, sin doblez, sin fingimiento, sin hipocresía. Esta fuerza pretende que los ciudadanos no vivan del común engaño, que cada uno se confiese tal cual es, bondadoso o indiferente, egoísta o desinteresado, blanco o rojo, sabio o necio; que cada uno pueda estrechar la mano del otro sabiendo que es la mano del adversario o del amigo, la mano del héroe o la mano del sabio, la mano del necio o del egoísta. Cada hombre vale tanto más cuanto más francamente se muestra tal cual es. Necesitamos tener el valor de nuestra propia personalidad. Mostrémonos como somos. Si abrigamos una ambición personal, no nos finjamos redentores del prójimo; si corremos tras la riqueza, no aparentemos una piedad que no se siente, una religiosidad que no pasa de los labios. Tengamos el valor de ser nosotros mismos. Y cuando tengamos este valor habremos vuelto a la vida honesta y sencilla, a la verdad simple y neta. No hay mayor gloria que la tranquilidad de ser probo, leal, franco, y noblemente desinteresado. Volvamos, sí, a las costumbres modestas, a las costumbres de independencia, de sencillez, de honestidad. El ambiente de mentiras, de ambiciones, de vanidades, de concupiscencias, corroe las entrañas de la sociedad y corroe nuestras propias entrañas. Estamos en plena peste de embustes, de fatuidades, soberbiamente engreídos de nuestra maldad. Llamemos a todas las puertas, forcémoslas, si es preciso: que nuestra personalidad se ofrezca a la contemplación pública como entre cristales diáfanos. Que de todos lados partan voces haciendo un llamamiento vigoroso a la sencillez, a la independencia y a la honestidad. Cifremos en ello nuestro orgullo. Es menester ser sinceros hasta el heroísmo. Las pestes se vencen a fuerza de higiene. La higiene social tiene un nombre: verdad. La verdad será el gran reactivo que nos devuelva al dominio de nosotros mismos. Digamos, impongamos la verdad tercamente, sin arredrarnos por nada, hasta con los puños, si es necesario. Que la verdad sea el cauterio implacable de todas las llagas que nos apestan, asfixiándonos en una atmósfera de muerte. La verdad nos emancipará. (“ACCION LIBERTARIA”. núm. 22. Madrid, 17 octubre 1913) |
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