HOMBRES REPRESENTATIVOS


LA MUERTE DE PÍ Y MARGALL


Fui su discípulo, niño aún, en el agitado periodo del 73, mi buen padre, federal enragé, dábame a leer todos los periódicos, revistas y libros que entonces prodigaba el triunfante federalismo. Después, puede decirse que se moldeó mi cerebro con las doctrinas de Pí y con sus traducciones de varias obras de Proudhon.

No fui federal mucho tiempo, pero siempre guardé y guardaré respetuosa admiración para el hombre y para sus ideas. Creo que ha sido en España el cerebro de la revolución, de las ideas genuinamente progresivas. A un lado sus peculiares puntos de vista, Pí tenia tan amplias concepciones, tan claras y precisas formas del pensamiento, tan cerrada y firme lógica que ningún hombre sinceramente revolucionario podía desconocer su justicia, su probidad, su noble y severa y tranquila grandeza. Quiérase que no, su influencia traspasa los linderos de partido. Era Pí y Margall un verdadero genio de la revolución. Así ha tenido y tiene el aplauso de todos los revolucionarios; y los que no lo son doblan humillados la cabeza y se hacen lenguas de las cualidades personales del hombre, ya que no pueden, por un resto de pudor, reverenciar sus ideas.

Pero, ¿a qué ponderar lo que está fuera de discusión?

Fue su muerte tan modesta como su vida. Si Bonafoux, con verdadero dolor, no halló en la prensa de París respecto de Pí lo que se prodigó a Cánovas, ¿qué importa? Con todas esas galeradas de menuda letra que duran un día, Cánovas, todos los que deben al éxito gubernamental su renombre, pasarán pronto, olvidados del mundo. Pí y Margall quedará como una luz que nunca se apaga. Son las condiciones de un Pí, su labor tranquila pero porfiada, su lucha tenaz por los ideales, sin vanidades, sin ruidos, sin aparato, las que enseñan a los pueblos y los adiestran en el dificilísimo arte de ser digno de sí mismos.

Sus ideas filosóficas, más que políticas, perdurarán en el pueblo español como verbo de la revolución venidera. Sin los compromisos de partido, Pí hubiera sido el hombre de todos los revolucionarios.

Su muerte producirá en el seno de la política española una gran descomposición. No se apaga en vano la voz del justo.

Mantenía Pí con su ejemplo, con su firmeza, con su sencillo y diáfano razonar, con su gran consecuencia y su tenaz carácter, al partido federal virgen de las concupiscencias políticas. Manteníalo a una altura digna de él, única esperanza, en lo político, de redención para el país.

Pero, y perdónenme los federales sinceros, ¿continuará el partido las tradiciones de aquel gran hombre?

A muchos de aquéllos he oído distintas veces afirmar que la muerte de Pí seria la muerte del Partido federal.

Creo que, en efecto, el federalismo no será en España lo que fue. Hay demasiadas concomitancias políticas alrededor de la idea federal y demasiada confusión en el campo de la democracia, del autonomismo, del regionalismo, para que el ideal filosófico por excelencia se conserve puro en las alturas a que lo llevara el que acaba de morir. Hay, además, pocos hombres del valor y de la fe y de la perseverancia de Pí y Margall, poco de ese gran espíritu de justicia que le animara para que el federalismo continúe ofreciéndose como el paladín de lo venidero.

Creo más, creo que la muerte de Pí y Margall influirá asimismo en los demás partidos avanzados, incluso el socialismo y el anarquismo. Se ha roto una fortísima anilla de la cadena revolucionaria. Pí tenía ideas socialistas y anarquistas. Pese a los buscadores de nimiedades, a los espíritus cortos de entendederas, a raquíticos de horizonte, Pí no hacía obra de partido, menos obra de sectario. Y si su ideal no cristalizó en una forma cerrada de las varias que sirven de comodín para ahorrarse el trabajo de estudiar y pensar por cuenta propia, tendió en cambio, sus vigorosas raíces por todo el campo del revolucionarismo. He ahí por qué era el verbo y la sustancia de las ideas nuevas aun no comulgando en ellas, con el debido encasillamiento.

¿Que era jefe de un partido y como tal procedía? En mil cuestiones no fue jefe ni hombre de partido. Sus obras mejores son obras de filosofía puramente revolucionaria, sin dogmas, sin convencionalismos, de una sinceridad verdaderamente ejemplar.

Sin que piense yo que ningún hombre es indispensable, no puedo ni quiero prescindir de la consideración de que son los hombres instrumento cuando menos, actores muchas veces, en el desenvolvimiento de la evolución humana. Producto del mundo en que viven, son, al propio tiempo, factores del mundo que viene. El dogmatismo del medio ambiente me es tan repulsivo como cualquier otro.

Y he ahí el por qué creo que la muerte de Pí y MargaIl alterará la situación política del país afectando a los partidos más avanzados.

La disgregación del partido federal es fatal a la corta o a la larga. De él se nutrieron las filas del socialismo y del anarquismo. De él se nutrirán ahora porque quedará de Pí su obra filosófica y perecerá su obra de partido. Los federales sinceros, los que aprendieron del jefe las ideas generosas de redención humana, se desprenderán del federalismo político como se desprende del árbol la fruta madura. Los federales políticos, los que llevan del federalismo no más que las formas exteriores y el pensamiento mecánico de su funcionalismo, van a formar tal vez nuevos grupos con sus afines los demócratas descentralizadores y los regionalistas. Aburguesarán el partido y tendremos un núcleo más de aspirantes a hacernos dichosos por medio de la panacea legislativa y gubernamental.

Hace tiempo que esta descomposición viene iniciada en el partido federal. Sólo la gran autoridad moral de Pí ha podido contenerla. Ahora saldrá a la superficie sin que nada ni nadie pueda contenerla.

La consecuencia no será dañosa para las ideas revolucionarias. Las afinidades de antiguo reveladas entre ciertos elementos federalistas y los anarquistas, reforzarán ahora la tendencia más radical del socialismo. Bien venidos sean los que, inspirándose en el maestro, vengan a nosotros con sinceridad, con nobleza, perseverantes para la lucha.

De Pí Y Margall han aprendido muchos; aprenderán, deberán aprender no pocos a ser dignamente revolucionarios, espíritus sobre todo justos, sin soberbia, sin aparato, sin vanidad. Y esto en todos los partidos de la revolución, socialistas o anarquistas. Porque de estas condiciones, que apenas dan nombre, que no ocupan ni el tercio de una columna de periódico, que no ensordecen a las gentes con la alabanza sin medida y el aplauso sin tasa, que no atormentan a las generaciones con la logorrea, fastidiosa y cansina de la elocuencia de plazuela, de estas condiciones, digo, son los hombres que en verdad consagran su existencia al bienestar de sus semejantes.

(“LA REVISTA BLANCA”, núm. 84. Madrid, 15 diciembre 1901.)






COSTA


Costa ha muerto. Se impone hablar de Costa. Lo quiere así el coro general de alabanzas.

Yo confieso, apenado lector, que estoy en punto de la mayor admiración por lo que veo, leo y oigo.

Ayer mismo estaba Costa olvidado en su rincón de Graus. De pronto, periodistas, literatos, médicos, políticos, se alzan en clamoroso griterío por la salud, gravemente quebrantada, del patriota pesimista. No hay distinciones. Republicanos y monárquicos se disputan el record del elogio, de la magnanimidad, de la abnegación. Todo ofrecimiento, por grande que sea, se estima en poco. Toda alabanza, aplauso o encumbramiento, se antoja insignificante. En el colmo ditirámbico hay quien le ha llamado monstruo. Estaba agotado el diccionario de las excelsitudes.

Este lamentable, repugnante espectáculo, lo han dado precisamente aquéllos que, llamándose intelectuales, no tienen la menor idea de la probidad intelectual. Costa los azotó cruelmente en vida; y ellos, perrillos falderos, hacen lo que pueden y lo que saben lamiéndole las manos en la muerte.

Son una traílla encanallada para la que no basta el desprecio: es necesario empuñar el látigo.

* * *

Costa, quieran que no los gritadores de su talento, no ha sido popular, no ha sido estimado por el pueblo sino muy tardíamente porque su obra no fue tampoco hasta muy tarde de público interés y de público dominio. Enfrascado, demasiado enfrascado, en los mil y un enredijos de la ley, del derecho, de la jurisprudencia; prisionero en las tupidas mallas de lo legislado y de lo legislable, su labor fue obra de técnico, si se quiere y tan grande como se quiera, pero no obra de conductor de multitudes, obra de idealista que mira al lejano futuro casi olvidado de la realidad ambiente. Cuando Costa se alza tonante y ruge, como se dice que rugía el león de Graus, es la hora de la debacle nacional, cuando todo muere en nosotros. Entonces y sólo entonces habla para el pueblo y el pueblo le escucha. Le escucha y no le sigue, porque es incapaz de toda acción o va por otros derroteros. Quienes están sordos y ciegos son los directores de la cosa pública y los periodistas y los políticos. Tan ciegos y tan sordos que hasta sus propios amigos, los republicanos, le hacían, no ha mucho, el más completo vacío, respondiendo con un silencio glacial y cruel a las exaltaciones de «El País» para que nuevamente se le eligiera representante de la nación en Cortes.

¿Se quería que el pueblo le siguiera? Quienes hablan de seguirle, en primer término, eran los que a la hora de la muerte se exceden en el elogio, y ésos no le siguieron. Aún ahora no le siguen. Claman porque el país, al paso que le injurian, se alce resuelto a las más atrevidas empresas políticas, y ellos divagan, en tanto, olvidados de que la labor de Costa es propia de sugeridores, de educadores, de intelectuales, legistas y gobernantes y está llamando a grandes aldabonazos a sus propias puertas. ¿Por qué no hacen, en lugar de hablar? Si hay algo que regenerar aquí, es todo eso que ahora bulle y gesticula con motivo de la muerte de Costa. La revolución, ¿para qué? Encumbrar a las camarillas de ineptos e incapaces que peroran sin tino y disparatan sin medida, sería su único resultado. Que se revolucionen ellos, los intelectuales, los periodistas, los políticos, los conductores y administradores y directores de multitudes. Buena falta les hace.

Costa ha muerto. Olvidado en vida se lo disputan las gentes en muerte. Sin duda valen más sus carnes que su pensamiento, su plástica que su idea. Es lo último que podía ocurrirle al patriota pesimista que no juzgaba muertos.

Acaso tuviera razón porque parecemos empeñados en mostrar que perdura en nosotros la carroña de los siglos.


(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 13. Gijón, 10 marzo 1911.)






ANSELMO LORENZO

UN VIEJO JOVEN


Apenas había entrado yo en las luchas sociales, se hablaba siempre de él. Serrano y Oteiza, Francisco Tomás, Ruiz, muertos ya, y otros que todavía viven, me hacían el elogio de aquel propagandista de buena cepa.

Le conocí personalmente en un congreso obrero celebrado en Madrid. No volví a verlo hasta mucho tiempo después, a mi paso por Barcelona. Mi cariño y mi admiración hacia él me inducen hoy a consagrarle estas líneas.

En alguno de sus libros está reflejada su vida de propagandista en tiempos que yo no he alcanzado. En la mente de la mayoría de los obreros militantes, y, por tanto, en la mía, presente está su enorme labor como publicista, conferenciante, etc., contemporáneo. Tiene ya muchos años, es viejo y está enfermo. Trabaja, no obstante como vigoroso joven. Es un mozo cuya sobre actividad no tiene ejemplar. El dolor no le rinde, los años no le agotan. Tiene una cabeza firme, saturada de lógica, y una pluma viril puesta al servicio de la verdad.

Se dijo de Pí y Margall que era un viejo joven, el más joven de los jóvenes. Caso singular: otro tanto puede decirse del que no ha dejado pasar momento, circunstancia propicia sin poner al descubierto, con severa critica, las contradicciones políticas del gran pensador. Se parecen en su vida y en sus luchas por los ideales de justicia como una gota de agua a otra gota de agua. El obrero no tiene gran cosa que envidiar al que fue gobernante; gloria nacional, filósofo profundo, hombre honrado hasta la exageración.

Ahora, en las postrimerías de su existencia, se produce con mayor claridad, con mayor energía, si cabe, que en los tiempos de mocedad. La precisión de su estilo y de sus razonamientos es aplastante. Su actividad, insuperable. Sus trabajos originales, sus traducciones, sus conferencias se suceden casi sin solución de continuidad. No se sabe de dónde saca el tiempo para tanto este hombre singular.

Cualesquiera que sean sus puntos de vista y, naturalmente, no comparto todas sus opiniones, tienen un mérito particular; es a saber: que están, siempre expuestos sin palabras gruesas de mal gusto. Su obra se dirige invariablemente a la razón. No quiere herir, sino convencer.

Si como escritor, si como periodista vale mucho, como hombre vale tanto. Es imposible que no inspire simpatía a quien llegue a tratarle o a conocerle. Su vida es en una sola pieza, vida de puritano.

Que se me excuse si hago públicamente el elogio de un compañero. Quebranto algo que es habitual entre anarquistas; algo que es parte esencial de mis propias ideas. No importa, se trata de un viejo joven, joven, entre los jóvenes, cuya obra bien vale la justicia que le hago. Este viejo joven, amigo apenas tratado, con quien no hablé arriba de dos veces, se llama -y la sola enunciación de su nombre explicará mi conducta- se llama, digo, Anselmo Lorenzo.

Que él me perdone el mal rato que le doy.


(Almanaque de “LA REVISTA BLANCA” para 1904. Madrid.)






UNA VIDA EJEMPLAR


En el apacible silencio de su modesto hogar, nido y laboratorio a un mismo tiempo, dejó de existir un hombre cuyas virtudes y talentos aleccionaron a legiones de luchadores por la emancipación humana.

No se vio en vida clamorosamente aplaudido por las multitudes; no le siguieron a la tumba honores y flores. Anselmo Lorenzo tuvo algo mejor que las banales y tornadizas manifestaciones de las muchedumbres idolátricas, tuvo la nitidez de una existencia consagrada toda entera a la verdad y a la justicia; tuvo su propio mérito y su propio aplauso en la placidez de su carácter, en la sencillez de su modestia, en su gran tranquilidad de luchador, compendio y resumen de una conciencia inflexible y de un cerebro todo equilibrio y lucidez.

No haremos el elogio del hombre. Propagandista incansable con la palabra y con la pluma desde los primeros tiempos de la Internacional; escritor correctísimo, de fácil y castizo estilo a la manera del inolvidable Pí y Margall; enamorado de un gran ideal de liberación; rendido así de viejo como de joven al imperativo de la conciencia, podríamos escribir en su homenaje todos los adjetivos encomiásticos seguros de no excedernos ponderando al hombre que, sin abandonar su condición de obrero, supo por sí mismo elevarse a las esferas del conocimiento, destacándose virilmente de entre la multitud mediocre que trasciende a rebaño y como rebaño vive.

Mas no es eso lo que importa. Lo que importa es el sentido representativo de esta vida sencilla, honesta y callada. Encarnaba Anselmo Lorenzo ideas y sentimientos que a la hora presente están fuera de la circulación impregnada de bajo filisteísmo. Representaba el tipo de hombre excepcional, apenas comprendido por más de un puñado de ideólogos contumaces. Entereza de ánimo, fortaleza de espíritu, inflexibilidad de conducta, fervor ideal, concordancia de pensamiento y acción; todo en fin, lo que cae fuera de la pequeñez humana, todo ello vivió y perduró en Anselmo Lorenzo hasta el último instante de su existencia idílica y trágica a un mismo tiempo.

En la bancarrota actual de todas las idealidades, los hombres como Anselmo Lorenzo son hombres cumbres. Ellos quedan como promesa de futuras restauraciones del sentido filosófico de la vida frente a frente de las bajezas, de las miserables rastrerías que hacen dudar de la humanidad y de la justicia, de todo lo grande y de todo lo noble que se había predicado al hombre de la civilización y prometido al del porvenir. Estas existencias más allá del común sentir y pensar, destacándose como brillantes luminarias en el fatigoso ajetreo del mundo social, tienen el poder soberano de orientar el progreso en el sentido de indefinidos mejoramientos morales y materiales por encima de todas las falacias metafísicas, de todas las mentiras políticas y religiosas y de todos los fríos rigorismos científicos.

Anselmo Lorenzo, modesto obrero de la imprenta, conductor de muchedumbres proletarias, anarquista irreductible de la buena cepa de los Reclus y Kropotkin, casi ignorado de la intelectualidad y de la burguesía durante mucho tiempo, en absoluto desconocido para los profesionales de la política, ha muerto como hombre: vive y vivirá como representación vigorosa de un alto sentido de la existencia que, resurgiendo continuamente de las profundidades del conglomerado social, pondrá fin un día a todo lo que de tortuoso, de mezquino y de innoble tiene la vida actual.


(“EL MOTIN”, 7 enero 1915.)






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