EVOLUCÓN Y REVOLUCIÓN


EVOLUCIÓN POLÍTICA Y EVOLUCIÓN SOCIAL


I

Suele entenderse la evolución como un desenvolvimiento constante, constantemente dirigido hacia un mismo fin. Nada más lejos de la realidad.

La evolución es un desenvolvimiento discontinuo con sus paradas, sus retrocesos y sus saltos, según acusan los hechos. La finalidad no es sino una, resultando difícilmente determinable a priori. Sólo a largos intervalos de espacio y de tiempo se advierte el progreso.

El atento examen de cualquier género de sucesos pondrá de manifiesto la exactitud de aquella afirmación. Ni en lo político, ni en lo social, ni en lo económico, el mejoramiento se verifica de modo continuo, seguido, uniforme.

Hay siempre reacciones, somnolencias y también aceleraciones, fruto todo ello de las resistencias opuestas a la dirección ideal del movimiento. La evolución se cumple precisamente venciendo esas resistencias, lo que quiere decir que es en zig-zag como se avanza y no rectilíneamente.

Por ello, la necesidad y la fatalidad del progreso humano no son cosa de cada momento, sino materia de tendencia, de fin, de idealidad que realizar. Y así es como la evolución, si bien tiene realidad unitaria en tiempo y espacio indeterminados, varía en cada instante y en cada lugar determinados.

Cualquier otro modo de entender el desenvolvimiento de las cosas humanas podrá ser un artificio intelectual todo lo grande y profundo que se quiera, pero estará en abierta contradicción con los hechos, de los que hemos de servirnos necesariamente para fundamentar bien nuestras opiniones y conocimientos, ya que ellos son la raíz de toda ciencia.


II

Comúnmente se considera la evolución política como resumen o compendio de la evolución general de las naciones. Se estudia el desenvolvimiento de las instituciones, de las leyes y de las prácticas políticas dejando en casi total olvido el resto de la vida social. Aparte el prejuicio general, débese aquel resultado a la circunstancia de los que cultivan tales estudios, viven, por lo común, la vida política y de ella toman, como realidades objetivas, verdaderos prejuicios subjetivos.

No resume la acción política toda la vida de un país cualquiera. Es más, puede afirmarse que aquélla tiene parte insignificante en ésta, que por añadidura, son frecuentemente antitéticas. No hay más que observar cómo el comerciante, el industrial, el hombre de negocios, el obrero, el empleado, cuando dan treguas al tráfago de sus habituales ocupaciones, preguntan: «¿Qué hay de política?», como si se tratara de una cosa extraña, ajena a la vida ordinaria. La neutralidad y la realidad desenvuélvense aparte, del todo extranjeras a los sucesos políticos; y de ahí se deriva esa frecuente pregunta que las gentes se hacen para entretener sus ocios con el espectáculo de cosas que, si despiertan y excitan la curiosidad, no agitan los sentimientos ni conmueven el alma.

La evolución política, reducida al mecanismo electoral y legislativo financiero, ocupa únicamente a un puñado de profesionales y aficionados. El resto de las gentes, pese a las apariencias, permanece ajeno e indiferente a la acción política. Si se descuenta el ruido de la prensa mercenaria, el griterío de los diputados y la verborrea de los aspirantes, se verá que la vida de un pueblo cualquiera es trajín de fábrica, bullir de mercaderes, labranza de campos, agitación de trabajo en lo material; intercambio y lucha de afectos, de cariños, de amores, debate de pasiones en lo moral; es en lo social y económico batalla enconada de intereses y de idealidades en conjunción incomprensible para aquéllos que se fabrican una realidad para su uso exclusivo.

La evolución política no es siquiera científica, esto es, no se rige por leyes de necesidad, sino que se modela y vacía en artificios y cábalas producidos arbitrariamente a voluntad de los que juegan esta partida de asaltos de la ambición y de la vanidad. Encrucijadas de partido, zancadillas de camarilla, artilugios de bribones, fuerzan y dirigen los acontecimientos haciendo de la vida política un mundo superpuesto al mundo real que todos vivimos.

La evolución social, por el contrario, comprende todas las manifestaciones de la existencia, incluso el mismo artificio político.

En el avance general de los pueblos puede registrarse el rastro de todos los hechos culminantes así en la investigación como en la realización de las ideas. Filosofía y ciencia marchan paralelamente como impulsoras de idealidad y de acción. Las aplicaciones mecánicas se desenvuelven prodigiosamente y hubieran realizado el bienestar humano si la evolución económica no estuviera en el círculo de conservación del privilegio y amparada por el mecanismo político. Las artes, el trabajo, el comercio con su inmensa red de cambio, son factores de la evolución harto más importante que el factor político.

La vida, la verdadera vida, brota naturalmente de todo eso que es estudio, que es trabajo, que es arte, que es ciencia, que es cambio, que es reciprocidad, que es acción; de ningún modo de aquella ficción en cuya virtud los legisladores suplantan la realidad y falsifican la historia.

El desprecio que se siente por la política está, pues, bien justificado. Solamente que a los fines del desenvolvimiento social no basta el desprecio que deja en pie la divergencia evolutiva, sino que es necesaria la acción para destruir el obstáculo.


III

Cuando se quiere convencer a las gentes de que la evolución política es la síntesis de la vida social, se generaliza de tal modo que podría creerse que en el mundo no hay más que ministros y diputados capaces de crearlo todo.

Lo contrario sería más exacto. Porque, en fin de cuentas, el individualismo, en el curso de su desarrollo, no ha hecho más que servirse del instrumento político, cuya traducción es el gobierno y su cortejo de tribunales, polizontes, fuerza armada, etc., para desentenderse de los negocios públicos y holgarse en una segura libertad de acción. La propiedad, dentro y fuera, antes y después de la ley, y no habrá quien pretenda que el resultado verdaderamente asombroso de su evolución sea debido a las artes políticas o a la acción gubernamental. Al contrario, no pocas veces propietarios, industriales y comerciantes han tenido que refrenar las pretensiones de los políticos, quienes, constituidos en verdadera casta de profesionales olvidaban su condición servil. La sumisión de los políticos a los intereses reales de los poseedores es un hecho constantemente repetido en la historia.

En la realidad, la casta es despreciada por todo el mundo.

Los de arriba la tienen en condición de inferioridad y los de abajo la juzgan, no sin razón, causa de los males que sufren porque ven que, además de la explotación directa de los poseedores, han de soportar las gabelas e impuestos necesarios al mantenimiento de la holganza oficial.

En vano se esfuerzan algunos en demostrar que en lo político culmina la vida toda de los pueblos. Se engañan a sí mismos dando al concepto una extensión tal que comprende, en prodigiosa síntesis, ciencia, arte, trabajo, filosofía, moral, negocios, vida de relación y vida íntima. ¿Dónde, cómo y cuándo puede expresar esa ruin mecánica que entretiene los ocios de los charlatanes titulados, la vida entera, social? Los afanes de las gentes pobres y los de las gentes ricas, fuera de la política y muchas veces ignorantes de la política, se libran en lucha abierta con las resistencias del poder y con las resistencias del ambiente. Sólo que los primeros están en situación subordinada y los segundos en situación preponderante. De donde resulta que sobre las pobres gentes carga el peso de los unos y de los otros y también la explotación indispensable al sostenimiento de políticos y poseedores.

Bien poco significa el prurito de hinchar el concepto político para deducir inmediatamente que andan equivocados u obedecen a intereses de exclusión o a ideas reaccionarias cuantos detestan la política. Para todo el mundo la política es la gran mentira de partidos y comités; mentira electoral y legislativa; mentira gubernamental y financiera. Si en ella se revela algo levantado es siempre como reflejo de acciones y reacciones exteriores, e influencias predominantes de trabajo, de cambio, de negocios, de intelectualidad, de ética general, como reflejo, en fin, de la acción plenamente social.

Es, por otra parte, incuestionable que la gobernación de todos los países llamados civilizados está sometida a los Intereses y a los fines de las grandes entidades financieras, grandes empresas dueñas absolutas de las riquezas públicas y privadas. En sus manos son los políticos ridículos peleles con los que juegan al pim, pam, pum.

En oposición a todo eso no hay más que una fuerza real que concurre a la determinación del desarrollo social, y esta fuerza es el proletariado militante, ya el agrupado por intereses de clase, ya el organizado para la lucha por ideales sociales. Y es de notar cómo el carácter a la vez materialista e idealista de esta fuerza imprime a la evolución un rumbo determinado, una orientación francamente opuesta a los privilegios políticos y económicos, cosa de la que la ñoñería de los intelectuales y de los gobernantes tienen un completo desconocimiento.

En medio del elemento de conservación que utiliza el instrumento político para garantizar por la fuerza, su posición ventajosa y del elemento de renovación que sólo tiene a su alcance para el combate la asociación y la rebeldía, queda una gran masa capaz de inclinar la balanza actuando por viles ambiciones a favor del primero o por generosos ideales a favor del segundo. Es la clase media, compuesta de pobres decentes, de proletarios de levita, que no tienen blanca y presumen de potentados, que quieren y no pueden, que se pasan la vida persiguiendo la fortuna y mueren al servicio del enriquecimiento ajeno. La evolución social se determinará decididamente en el sentido del futuro el día que la asociación y la rebeldía de las falanges proletarias sean bastante poderosas para arrollar, para arrastrar, para dirigir esa multitud vacilante que tiene hipotecada el alma al demonio de la riqueza.

Un hecho que anuncia la proximidad de los grandes cambios sociales es la manera cómo el proletariado va adquiriendo capacidad de cooperación y de dirección fuera precisamente de la acción política. En las asociaciones obreras, sobre todo en aquéllas que no rigen las prácticas políticas, los trabajadores van adquiriendo poder de iniciativa, prácticas de administración, hábitos de libertad y de intervención directa en los asuntos comunes, facilidad de expresión y soltura mental, cosas todas cuyo desarrollo es nulo en las entidades políticas que tienen por base la delegación de poderes y, por tanto, la subordinación y la disciplina, la obediencia a los elegidos. En las asociaciones de tipo social las iniciativas proceden de abajo y de abajo proceden las ideas, la fuerza y la acción. Así se hacen los hombres libres, así se sueltan a andar. En las agrupaciones de tipo político, todo viene impuesto de arriba, pese a la ficción democrática. Son los gobiernos, son los jefes, las juntas, los comités, los que dan la orden, tienen el poder, la iniciativa, la idea, la acción. Al que se rebela, al que se siente persona, se le arroja, se le expulsa, se le anatematiza. Así se esclaviza a los hombres, así se perpetúa la servidumbre. El eterno hombre de las piernas ligadas jamás echará a andar por sí mismo.

Si un estrecho espíritu de bandería no cegara a muchos hombres de verdadera inteligencia, reconocerían que, al presente, la evolución social entera está intervenida de tal modo por el asociacionismo obrero y por la tendencia socialista, sin distinción de escuelas, que el verdadero nudo del porvenir está en esta intervención que lo llena todo. Las luchas políticas sometidas a esta influencia están con sus pujos de actuar socialismo; y hasta las relaciones internacionales, la enfática diplomacia, están, sometidas asimismo a la palabra que el proletariado lance en el momento oportuno de una ruptura o de una alianza.

La acción ha de estar regida por la realidad ambiente y ha de acomodarse a la finalidad indiscutible de una gran renovación social. No en el terreno político, sino en el de los ideales sociales está el verdadero campo de acción de nuestros días. Empeñarse en continuar la rutina es laborar por el quietismo, es añoranza de pretendidas ruinas, es poner diques a la impetuosa corriente que va hacia el porvenir.

La acción social es la fuerza incontrastable del presente y será la realidad viviente del futuro.


(ACCION LIBERTARIA”. núm. 9 y 10. Gijón. 13-20 enero 1911.)






LOS GRANDES RESORTES


Sin la sugestión de las ideas y el impulso de los sentimientos, no se producirían las hondas sacudidas pasionales que hacen caminar al mundo.

Las mínimas agitaciones de partido apenas alteran la lisa superficie de la vida. Encasilladas las gentes en articulados diversos, actúan mecánicamente y apenas su obra alcanza a desbrozar el camino y limpiarlo de malezas. No son estériles, pero si impotentes tales medios para mover las pasiones y encarrilarlas hacia ideales superiores. Su punto de mira es generalmente inmediato y muy limitado. Las revoluciones ni se hacen con programas, ni a plazo fijo, ni con límites preconcebidos. Motines y revueltas, sí; acaso son los preliminares obligados de las grandes transformaciones del mundo. Pero no todos, ni siempre. En la complicada trama de la vida moderna no es fácil distinguir los movimientos debidos a altas idealidades de aquellos otros que se derivan de mezquinos intereses de bandería política o de materiales monopolios. Dos órdenes de hechos producen dos corrientes distintas. De un lado todo es artificio, falseamiento de la Naturaleza; de otro, todo realidad e ideación hacia perfeccionamientos que de la Naturaleza arrancan. A veces se entremezclan hechos y direcciones; en tal caso el discernimiento es poco menos que imposible.

Por otra parte no puede echarse en olvido el móvil económico. Históricamente el materialismo parece inspirar y dirigir los movimientos sociales. No obstante, a primera vista se advierte que si el punto de partida, el curso de la evolución y el punto de llegada tienen un fondo común de materialismo, un substractum económico, los resortes, los grandes resortes del progreso son idealísticos y pasionales.

Parecerá a algunos contradictoria esta afirmación con el movimiento proletario actual. Las masas jornaleras luchan a brazo partido por mejoras económicas, con fines económicos se organizan y frecuentemente se niegan a toda idealidad. Mas esto es puro formalismo. De hecho, remontándose un poco sobre los detalles y abarcando de un golpe de vista el conjunto de la lucha social, es indudable que el proletariado sigue una dirección totalmente ideológica: la emancipación humana. Todavía más, sus combates parciales no adquieren notoria importancia sino cuando a los fines inmediatos de mejoramiento económico se sobreponen los fines esencialmente morales de solidaridad, de dignidad, de altruismo. Todos los grandes movimientos modernos en que ha sido agente principal la clase trabajadora, todas las hondas sacudidas que pasarán a la historia, han tenido inspiración y finalidad ideales. Como que las grandes pasiones no estallan sino aguijoneadas por las grandes ideas. No serán las numerosas luchas por el aumento de jornal o por la modificación del horario los puntos salientes que señalen en el curso del tiempo los avances del movimiento y aún, si se quiere a la representación del conjunto. Pero los enormes saltos en lo desconocido, los avances heroicos, reservados están a la idealidad.

En las luchas cotidianas de finalidad inmediata perdura el egoísmo de los intereses, flotan las pasiones mezquinas, los celos, las envidias, las ruindades. Es posible la derrota porque el hermano traiciona al hermano, el listo burla al simple, el egoísta explota al bonachón, el vanidoso se pone a horcajadas de la sencilla multitud de los modestos y el ambicioso emerge triunfante de entre la enredada malla de todas las concupiscencias. Las pequeñas cosas tienen sus defectos pequeños y sus pequeñas virtudes. La vida, sin embargo, se compone de todas estas pequeñeces.

Si queremos sobrepujarlas, entrar en los dominios de lo grande, de lo noble y de lo bello, habremos de entregarnos en cuerpo y alma a la idealidad. Las grandes revoluciones humanas han sido, en días de grandes y heroicas virtudes, sugeridas por altas aspiraciones y gloriosos movimientos pasionales. Las multitudes se ennoblecían, los delitos menguaban; todo lo pequeño quedaba ahogado. En su lugar brotaban vivos anhelos de mejoramiento universal, de exaltación de los más hermosos sentimientos. Se estaba siempre pronto al sacrificio, pronto al combate, pronto al heroísmo. Ruindades, celos, envidias, vanidades, traiciones, si surgían eran rápidamente castigadas. Las grandes cosas tienen sus grandes virtudes y también sus grandes defectos. La multitud puede verse arrastrada a tremendas injusticias. Por lo menos tendrá la justificación de un móvil elevado, noble, generosamente humano. La ruin no tiene ninguna justificación.

Así se explica y no de otro modo cómo en un momento dado quedan sofocadas todas las pequeñas pasiones y muertos los egoístas intereses por la subversión de las obedientes multitudes. En día de revolución, como por encanto, las gentes se sienten transportadas a un mundo de no soñadas magnanimidades. El luchador no es el ser raquítico de la víspera, conocido por el odio, por la envidia, por la avaricia, por la ambición, por la lujuria. El partidario se olvida de sus idolatrías. La idealidad ha transformado a la bestia en hombre. He ahí todo.

Pues estos resortes son los que hay que poner en juego. Aunque el combate haya de librarse a golpes de maza, es preciso que inculquemos en las gentes y en nosotros mismos la altura de mira ideal, que hagamos de forma que las pasiones, en lugar de perderse en las encrucijadas de la bajeza moral, se encarrilen a las cumbres de lo bello, de los justo y de lo bueno, según la frase consagrada. Propendemos demasiado a lo deleznable; convienen en nosotros, por herencia y por hábito, las más despreciables inclinaciones, y si un aliento de sublimación de la vida, de exaltación de nosotros mismos, no nos anima, caeremos irremediablemente en el abismo de la bestialidad de que procedemos.

El progreso es una ascensión, de ningún modo una regresión. Es la escalera sin fin a que es preciso trepar puesta la mirada en lo alto y sin reparar en los peldaños próximos. Volver la vista atrás, detenerse en la contemplación de lo actual, encastillarse en el mañana inmediato, podrá ser necesario, pero no es suficiente. ¡Arriba el pensamiento y el corazón!

La realidad hará de todos modos su obra. Serán así mejor vencidas las contingencias del presente, porque cuando se tiene ambición de lo pequeño, la satisfacción se obtiene con lo mezquino.

No hará el ideal milagro; no está en el pensamiento y la pasión todo el contenido del progreso humano. Requiérese la acción, la labor incesante de todas las potencias; preciso es que en la conflagración de los intereses, así lo pequeño como lo grande agite, conmueva, sacuda; pero sin estos grandes resortes de la idealidad y de la pasionalidad exaltados, el avance del mundo sería nulo.

Trabajemos, cualquiera que sea nuestra etiqueta, por el ennoblecimiento de la vida.


(“ACCION LIiBERTARIA”, núm. 26. Gijón, 7 julio 1911.)






LAS REVOLUCIONES


Los espíritus superficiales suelen juzgar de las cosas, más que por sus circunstancias de esencia, por aquellas que son de mero accidente. La continuidad y la .persistencia de un fenómeno escapan a su penetración y sólo los signos exteriores y fugaces se fijan en su retina mental.

Así, las revoluciones tienen para los tales una significación simplista reducida al acto de fuerza; y fuera del rudo batallar, de la lucha cruenta en que la bestia interior triunfa soberana, no hay motivo de emoción ni causa de estudio. La vista de estos miopes no alcanza más allá del estruendo homicida y del rencor inhumano.

Y, sin embargo, acaso el acto de fuerza es lo de menos en cualquier transformación profunda así de la vida individual como de la existencia colectiva; acaso no es más que un signo; tal vez se contrae al papel de simple instrumento que obra ciegamente en la inconsciencia del por qué y para qué de su actuación. Las revoluciones, en este sentido restringido de actos de fuerza, son siempre movimientos instintivos en que la humanidad aparece sojuzgada por la animalidad. Las muchedumbres arrastradas por el furor revolucionario, obran ciegas por no importa qué causa. Una vez puestas en el carril de la violencia, caminan automáticas sin saber dónde. Para cada hombre consciente de su labor, mil ignoran por qué matan y mueren. Para cada hombre que sabe que la revolución no es precisamente la exaltación de la fuerza, sino la consecuencia de estados de opinión y de alma y de necesidades físicas y morales, son a millares los que no trasponen los umbrales de la fiera que hiere por herir y mata por matar. Por esto mismo, mientras el hombre consciente sucumbe antes que someterse, la manada depone fácil sus furias y se rinde a nuevos amos y a nuevos señores. Por eso mismo en toda la historia de la humanidad se ve a las multitudes sublevarse y someterse alternativamente, casi sin fruto. Mientras lucha la bestia, parece guiada por un anhelo de justicia y libertad; mas prontamente cede a la astucia y se deja domar mansa por los mitos que revisten formas seductoras y simulan promesas de futura dicha. Oscilamos entre el animal fiero y el animal doméstico.

La palabra mágica se convierte a su vez en un mito y por la revolución vamos en pos de inútiles violencias. Adoptamos el culto de la fuerza por la fuerza. Sustituimos el accidente a la esencia; lo circunstancial y pasajero a lo fundamental y permanente. Cedemos al instinto todas nuestras prerrogativas de seres pensantes. Ya no somos hombres.

Pero las revoluciones no son simples sediciones. El acto de fuerza no es la revolución misma. Las revoluciones se cumplen en varios periodos de honda transformación. Los actos de fuerza no son más que signos, revelaciones, burbujas de la fermentación interior. La resultante a distancia es lo único que nos permite reconocer nuestra obra cumplida.

Ahora mismo, en el mundo sedicente civilizado se está operando la más honda, la más grande de las revoluciones. Pasan los sucesos a nuestra vista casi imperceptibles. Escapan a nuestra penetración los cambios acaecidos. Sentimos que algo se transforma, en la inestabilidad del momento actual, pero no podríamos precisar resultados y consecuencias. Más tarde podremos reconocer el camino andado. Ahora no. Ahora nos exaltamos en la contemplación de los signos exteriores, chispazos que se escapan del rescoldo profundo, vapores de hervor oculto, revelaciones de que algo muy hondo gesta un porvenir que pensamos venturoso. Y nada más.

Los hombres conscientes de su obra transformadora no pueden engañarse; no se pueden abandonar a la seducción de la violencia, ni al espejuelo de los cambios milagrosos. El tiempo de los prodigios ha pasado. Y si alguien se hiciera la ilusión de un retorno, laboraría por nuevos y estériles sacrificios en provecho de nuevos señores y de nuevos mitos.

Es larga y lenta la obra revolucionaria. Nadie podría situar su acabamiento más acá o más allá. Donde quiera que haya de concluir, conviene actuar siempre sacudiendo en las muchedumbres el sentido de la responsabilidad, la conciencia que escinde el animal del hombre, la razón que sojuzga al instinto y lo vence. Las multitudes que actúan ciegas sin saber por qué y para qué, no culminarán jamás en una obra de libertad. Renovarán fatalmente a la esclavitud. Satisfecha la bestia, el hombre doméstico doblará de nuevo la cerviz.

Por atavismo, por educación, somos propensos a la violencia. Por error o por cortedad de vista atribuimos a la violencia las más excelsas virtudes revolucionarias. Acabamos de sustituir los medios al fin. Y naturalmente, la fuerza acaba en ídolo, olvidados de que por la violencia se han afirmado y constituido todos los poderes y todas las tiranías.

La violencia en sí misma es odiosa. Y si es verdad que fatalmente hemos de confiar a la fuerza la solución definitiva de las contiendas humanas, no lo es menos, que las revoluciones son algo más profundo y más humano y más grande que las bárbaras matanzas que en el curso de los siglas no han hecho más que afirmar la bestia y someter al hombre.

La revolución que ahora se está cumpliendo es algo más que los chispazos de rebeldía, que el estruendo del batallar sin tregua que distingue a nuestra época de todas las precedentes.

Atentos a lo esencial, no daremos a lo que es mero accidente más importancia de la que realmente tiene. Y habremos de proseguir, en la medida de nuestras posibilidades, la obra de hacer conciencias, despertar el sentido de la personalidad libre, exaltar la razón sobre el instintivo, aniquilar la animalidad para que el hombre surja soberano de sí mismo.

La bestia interior gobierna todavía al mundo. La revolución acabará con ella.


(“EL LIBERTAR1O”, núm. 20. Gijón, 21 diciembre 1912.)






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